Difundiendo el trabajo de Frank R. Stockton
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¿La dama o el
tigre?
Frank R. Stockton
Hace muchísimo tiempo vivía un rey semibárbaro, cuyas ideas —aunque
bastante suavizadas gracias a la cercanía de los latinos, sus vecinos más
próximos— eran fantásticas y muy poco convencionales, como correspondía a la
mitad bárbara de su sangre. Era un hombre de imaginación exuberante y, además,
de tan irresistible autoridad, que todas sus fantasías se convertían en
realidades. Sólo se escuchaba a sí mismo y los únicos consejos que oía eran los
propios. Así, cuando él y su voluntad estaban de acuerdo sobre alguna cosa,
esta cosa estaba hecha. Y si todos los satélites de su sistema político y
doméstico se movían dócilmente dentro de un curso establecido, su carácter se
manifestaba amable y cordial; pero, curiosamente, si se producía el menor
contratiempo o algo no funcionaba exactamente como él quería, el rey se
mostraba aún más amable y más cordial. Y esto porque nada lo complacía más que
enderezar lo torcido, y hacer desaparecer todo lo que le molestaba.
El anfiteatro
público era una de las instituciones que correspondía a su mitad más
civilizada; allí, la mente de sus súbditos se refinaba y se ilustraba mediante
ejemplos de valor humano y animal.
Pero incluso
en aquel lugar aparecía su fantasía bárbara y exuberante. El rey no había
construido su anfiteatro pensando en que el público tuviera una oportunidad de
escuchar rapsodias de los gladiadores moribundos; tampoco para que contemplara
el inevitable final de un conflicto entre las opiniones religiosas y las fauces
hambrientas, sino con un fin mucho más adecuado al aumento y al desarrollo de
las energías mentales de su pueblo. El amplio circo, con sus galerías
circulares, sus misteriosas bóvedas y sus pasajes secretos, era un agente de la
poética justicia, donde se castigaba el crimen o se recompensaba la virtud, por
la simple decisión de un imparcial e incorruptible azar.
Cuando un
súbdito era acusado de cometer un crimen, cuya importancia interesaba al rey,
se anunciaba públicamente que, en determinado día, el destino del acusado
quedaría sellado en el circo real. Este edificio merecía muy particularmente su
nombre; porque, aunque su forma y su plano provenían del extranjero, su función
era muy característica de la mentalidad de este hombre, quien, como un
verdadero rey, no conocía más tradiciones que las que su propia fantasía le
ordenaba respetar, e introducía su poderoso idealismo bárbaro en cualquier
manifestación del pensamiento y de la actitud humana.
Una vez que
todo el pueblo, acudiendo al llamado, se reunía en las galerías, y que el rey,
rodeado de su corte, se sentaba en su elevado sitial a un costado de la arena,
aquél hacía una señal. Entonces, a sus pies se abría una puerta y el acusado
hacía su entrada en el anfiteatro. Frente a él, al otro lado del recinto, había
dos puertas contiguas y exactamente iguales. El deber y el privilegio de la
persona juzgada consistían en acercarse a una de estas puertas y abrir una de
ellas.
Podía abrir
la que quisiera, sin más guía o influencia que el ya mencionado azar, imparcial
e incorruptible…
Pero al abrir
una de aquellas puertas idénticas salía un tigre hambriento, el más cruel y
feroz que se pudiera conseguir. La fiera saltaba inmediatamente sobre el
acusado y lo desgarraba en muchos pedazos, como castigo de su culpa.
De este modo,
la causa criminal había quedado decidida y en ese preciso instante sonaban unas
dolientes campanas de hierro, los plañideros contratados iniciaban sus tristes
lamentos y todos los presentes, con las cabezas inclinadas y los corazones
apesadumbrados, retomaban lentamente el camino de su hogar, condoliéndose de
que una persona joven y bien parecida, o tan anciana y respetable, hubiera
merecido esa horrible suerte.
Ahora, si el
acusado abría la otra puerta, de ella salía una gentil dama, elegida entre
todos los súbditos femeninos del rey como la más adecuada a la edad y al estado
del acusado. En recompensa a su inocencia, el criminal era desposado con ella
al instante. No importaba que ya poseyera una mujer y una familia, o que sus
afectos estuvieran dirigidos a otra persona; el rey no permitía que
circunstancias tan secundarias interfirieran en su gran plan de retribución y
recompensa. Como en el otro caso, el cumplimiento era inmediato, y en la misma
arena. Debajo del rey se abría otra puerta, y un ministro, seguido de un
séquito de coristas y de doncellas que tocaban alegres melodías en cuernos
dorados, mientras bailaban una danza nupcial, avanzaban hasta el lugar donde
esperaba la pareja, uno junto al otro, y la ceremonia se cumplía con rapidez y alegría.
Entonces, unas festivas campanas, esta vez de bronce, entonaban su jovial
repiqueteo; el pueblo gritaba y aclamaba, y el inocente, precedido por niños
que arrojaban flores sobre su camino, conducía a la desposada hasta su nuevo
hogar.
Este método semibárbaro
seguía el rey para administrar justicia. Su perfecta ecuanimidad era obvia. El
criminal no podía saber en cuál de las puertas lo esperaba la dama: abría la
que él quería, sin imaginarse siquiera si en el próximo instante sería devorado
o desposado. En algunos casos el tigre salía por la puerta de la derecha, y en
otros por la de la izquierda. No sólo eran ecuánimes las decisiones del
tribunal, sino que además eran muy precisas: si el acusado era culpable, su
castigo era inmediato; si era inocente, se lo recompensaba en el acto, quisiera
o no quisiera.
Esta
institución llegó a ser muy popular. Cuando el pueblo acudía al anfiteatro, en
uno de esos grandes días de juicio público, no sabía qué iba a presenciar: una
sangrienta matanza o un alegre casamiento. Esta especie de inseguridad daba a
la reunión un interés que de otro modo no habría tenido. La muchedumbre se
entretenía y se divertía, y el sector intelectual de la comunidad no podía
objetar la parcialidad del fallo, puesto que toda la responsabilidad de la
decisión descansaba en las propias manos del acusado.
Este rey
semibárbaro tenía una hermosa hija tan floreciente como sus más desbordantes
fantasías, y cuyo espíritu era tan apasionado e imperioso como el suyo. Como es
costumbre en estos casos, el rey la amaba más que a la niña de sus ojos, y más
que a toda la humanidad. Ahora bien, entre sus cortesanos había un joven que
poseía esa pureza de sangre y esa pobreza de estado comunes a todos los héroes
convencionales de las historias románticas que se enamoran de las princesas
reales.
La princesa
estaba muy contenta con su enamorado porque era bien parecido y valiente hasta
un grado inigualable en todo el reino; ella lo amaba con una pasión alentada
por todo el barbarismo que se precisa para que una pasión sea excesivamente
ardiente y fuerte. Este romance siguió tranquilamente su curso durante muchos
meses, hasta que un día el rey fue informado de su existencia.
El monarca no
vaciló ni un instante: tenía un deber ineludible. El joven fue inmediatamente
arrojado a una prisión, y se fijó el día del juicio en la arena pública. Esta,
por supuesto, era una ocasión especialmente importante; y su majestad, así como
todo el pueblo, se interesó sobremanera en los preparativos y en el desarrollo
del juicio. Nunca había sucedido un caso semejante; nunca un súbdito se había
atrevido a amar a la hija de un rey. Después, este tipo de cosas se vulgarizó
bastante pero en aquella época eran nuevas y extraordinariamente asombrosas.
Se revisaron
todas las jaulas de los tigres del reino, para elegir entre las bestias más
salvajes y crueles al más feroz de los monstruos; los jueces más competentes
examinaron las huestes de doncellas jóvenes y hermosas de todo el país para
proporcionar al joven una novia apropiada, en caso de que el azar no le
otorgara un destino diferente. Por supuesto, todo el mundo sabía que la
acusación era cierta. Él había amado a la princesa y ni él, ni ella, ni nadie,
pensaba en desmentir el hecho; pero el rey jamás permitiría que una
circunstancia semejante interfiriera en la acción de un tribunal que tanto
deleite y satisfacción le proporcionaba. Terminara como terminara el asunto, el
joven se alejaría de su amada y desaparecería de la escena; entonces el rey
tranquilamente podría dedicarse a contemplar la marcha de los acontecimientos
que determinarían si el joven había procedido mal o bien al entregarse a su
amor por la princesa.
Llegó el día
fijado. El pueblo acudió desde lejos y desde cerca hasta colmar las grandes
galerías del circo; enormes muchedumbres, imposibilitadas de entrar, se
agolparon junto a las paredes exteriores. El rey y la corte se instalaron en
sus lugares respectivos, frente a las puertas gemelas, esos fatales portones
tan terribles en su similitud.
Todo estaba
listo. Se dio la señal. Una puerta se abrió debajo de la asamblea real, y el
amado de la princesa entró a la arena. Alto, hermoso, rubio, su aparición fue
recibida con un murmullo de admiración y de ansiedad. La mitad del auditorio
ignoraba que un joven tan apuesto hubiera vivido en su seno. ¡No era extraño
que la princesa lo amara! ¡Qué terrible situación la suya!
Mientras el
joven avanzaba por la arena, se dio vuelta, como era la costumbre, para saludar
al rey; pero él no pensaba en el real personaje: sus ojos se fijaron en la
princesa, sentada a la derecha de su padre. Sin esa mitad bárbara de su
naturaleza, es posible que la doncella no hubiera acudido al circo; pero su
espíritu ferviente y apasionado no le permitía alejarse de una ocasión que tan
terriblemente le interesaba. Desde el instante del decreto que decidía el
juicio de su enamorado en el circo real no había pensado, ni de noche ni de
día, sino en este gran acontecimiento y las diversas circunstancias que lo
rodeaban. Como poseía más poder, más influencia y más fuerza de carácter que
cualquier otra persona que se hubiera interesado en un caso semejante,
consiguió lo que nadie había logrado antes: poseer el secreto de las puertas.
Sabía en cuál de los dos recintos estaba la jaula abierta del tigre y en cuál
esperaba la dama. Era imposible que a través de esas gruesas puertas,
interiormente tapizadas con pesadas pieles, llegara ningún ruido o aviso
premonitor hasta la persona que debía acercarse para alzar el cerrojo de una de
ellas; pero el oro y el poder de una voluntad femenina habían permitido a la
princesa conocer el terrible secreto.
Y no sólo
sabía en cuál recinto estaba la dama lista para aparecer radiante y ruborizada
en cuanto abrieran su puerta, sino que también sabía quién era ella. Era una de
las más hermosas y encantadoras doncellas de la corte, elegida para recompensar
al joven acusado si llegaba a demostrar que era inocente del crimen de
pretender a una persona de tan elevada situación; y la princesa la odiaba.
Muchas veces le había parecido que los ojos de ella se detenían en el rostro de
su amado y que esas miradas eran advertidas y correspondidas. De vez en cuando
los había visto conversando juntos; sólo durante uno o dos minutos, pero mucho
puede decirse aun en tan breve lapso. Quizás hablaran sobre temas sin ninguna
importancia, mas, ¿cómo saberlo? La muchacha era encantadora, pero se había
atrevido a levantar sus ojos hasta el elegido de la princesa; y, con toda la
intensidad de su sangre salvaje, ella odiaba a esa mujer que temblaba ruborosa
detrás de esa silenciosa puerta.
Cuando el
joven se dio vuelta y sus ojos se encontraron con los ojos de la princesa, allí
sentada, más pálida y más blanca que ninguna, entre el océano de caras ansiosas
que la rodeaba, él vio, gracias a ese poder de comprensión inmediata otorgado a
quienes han unido sus almas en una sola, que ella sabía detrás de cuál puerta
se agazapaba el tigre y detrás de cuál estaba la dama. Él lo había previsto.
Conocía su carácter, y estaba seguro de que ella no descansaría hasta descubrir
ese secreto, ignorado por todos los otros concurrentes, incluso por el rey. La
única esperanza cierta del acusado era la posibilidad de que la princesa
descubriera el misterio; y en el instante de mirarla comprendió que ella lo
había descubierto, como su espíritu en el fondo suponía.
Entonces, con
una mirada rápida y ansiosa, preguntó:“¿Cuál?”
Ella lo
comprendió tan claramente como si se lo hubiera gritado. No había que perder un
instante. La pregunta había sido hecha en un relámpago: había que contestarla en
otro.
Su brazo
derecho reposaba sobre el parapeto tapizado. Levantó la mano e hizo un leve y
rápido movimiento hacia la derecha. Sólo su amado lo vio. Todos los ojos,
excepto los suyos, estaban fijos sobre el hombre de la arena.
Él se dio
vuelta, y con paso firme y rápido cruzó el espacio vacío. Todos los corazones
cesaron de latir, todas las respiraciones se contuvieron, todos los ojos se
inmovilizaron y se clavaron en el hombre. Sin la menor vacilación, él se acercó
a la puerta de la derecha y la abrió.
¿Salió el
tigre por esa puerta, o salió la doncella? Este es el nudo de la historia.
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