Reflexiones desde el otro lado 
Por Eduardo Valdivia Sanz
Una de las buenas cosas de la vida es que ciertas veces te da la oportunidad de ver las dos caras de la moneda. Yo soy hombre afortunado, como diría Solón, y sé lo que es tener hambre en el estómago y que te cierren todas las puertas cuando buscas un trabajo.
Recuerdo que estaba en Lima y tenía 28 años y,  por mi pobreza, no podía pagar las mensualidades de mi carrera universitaria. Tenía siete ciclos cursados pero no era un profesional con título y todas esas señas que exige el mundo de hoy para demostrar que eres alguien digno y que te pueden dar un trabajo con que pagar una habitación, donde poner tus pocos libros y tu cuerpo hecho polvo.
No, nadie me daba un maldito trabajo, por más entrevistas a las que asistía: lo que más me cabreó de aquellos días, era que un gerente de tienda por departamentos no confiara en mí y que no me diera un trabajo como vendedor de electrodomésticos.
Eso sí me jodió, yo era un alien en mi propio país, un nadie, en una ciudad a la que a nadie le interesaba. Se me acababan mis ahorros, comía pan y tomaba refresco Kanu y,  bueno, le tuve que dar al taxi, cómo le di al taxi. Manejaba horas de horas en ese tráfico horroroso de Lima; aguantaba el sol del verano y no podía ir a la playa, a tomar una Fanta con un triple de palta, tomate y huevo. No podía sentarme ahí en la arena caliente, a leer un libro o besar a una chica guapa.
Era pobre, jodidamente pobre y con mucho hambre. Solo manejaba ese maldito taxi y a darle y a darle al volante y aguantar a pasajeros quisquillosos, que no hacían más que hincharme las pelotas; era el chico del volante al que cualquiera insultaba o basureara. Esas experiencias te marcan; si es que antes no te vuelven un resentido social. El punto es que la vida da vueltas, muchas vueltas: un buen día después de aguantar y de aguantar en una universidad nacional, con todas sus huelgas y con la cojudez de que gente más joven qué tú te diga con voz de superioridad: qué haces aquí, y yo me hacía el huevón y aguantaba y aguantaba. Ahora mismo, que cuento esta historia,  sé que debo aguantar y aguantar: pero saben algo, soy un hombre afortunado; me lo dice las heridas de mi mano derecha, me lo dice los besos de mi esposa, me lo dice los gorgoteos de mi hija; soy un hombre afortunado, soy un hombre afortunado.

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