El tahúr
(Eduardo Valdivia Sanz)
Había perdido toda la noche, Smith.
―Malditas cartas―dijo, mientras salía un nueve en el bácara en el instante en que él tenía un ocho.
―Le puedo ofrecer un taxi―. El dealer retira una ficha negra con borde rosa―un bourbon.
Ahí volaban los últimos quinientos dólares. Había perdido 9,500 bucks,  que bastaban para comprar un auto nuevo. Una araña le corrió por la cara a Smith.
El ruso Boris le había dicho no me pidas dinero, te cobraré treinta dólares por cada cien que te preste, por semana. Me has pagado otras veces. Pero si no me pagas, te romperé los huesos. Luego quemaré tu casa, mataré a tu perro y al de tu madre y al de tu tía. Sabes, Smith, tengo un prestigio que guardar, me entiendes.
―Te entiendo―dijo Smith.
Las luces del casino lo ciegan como si hubiera sido golpeado en una noche sin luna por las luces altas de un camión de dieciocho ruedas, y ahí en medio de esos fuertes contrastes de luz, un hombre de traje de Armani sonríe.
―Señor Smith, señor Smith. Usted no me recuerda, quizá.
Y, en efecto,  Smith no lo recuerda.
―Hace muchos años, en una partida de póker en Tucson, usted salvo mi cuello.
Smith recordó una partida de Tucson en la que ganó 35,000 de los grandes. Pero el rostro del hombre de Armani, no le venía a la mente.  
―No pierda el ánimo. Perdió. Usted y yo sabemos cómo son estas cosas. Somos hombres que tomamos riesgos, y un riesgo le propongo. Un juego privado, muy privado. En el penthouse del hotel de frente nos esperan unos amigos.
Smith, al mirar al hombre de Armani, recordó la sonrisa de Boris, el ruso. No había nada que perder, pues ya había perdido todo.
La sala olía a claveles. Unos rostros de perro molido a golpes fumaban ahí. Unos fracasos de hombres que apenas cargaban con sus huesos: la derrota la llevaban pegada a los zapatos, a las cabezas grasientas, a los hombros moteados de caspa.
Un latido de alerta tintinó en la cabeza de Smith.  Un momento después bajó la guardia al recordar la navaja de resorte de Boris. ― Bienvenido―dijo un señor con un claro acento sureño―. Bienvenido, a nuestra singular reunión.
El de Armani sonrió. Smith recordó a unos lobos que había visto en el zoológico por los días en que era niño.
―Señores…ustedes conocen este juego, puesto que son jugadores profesionales―, y el de Armani sacó un revólver de seis tiros.
Están locos dijo un hombre de unos zapatos mostaza, horribles.
―Por qué no escuchan, señores. Antes de que decidan con prisa―dijo el de Armani.
―En efecto, algunos morirán. Por eso el siguiente trato―dijo un hombre de gafas que había permanecido en silencio hasta entonces―. Las apuestas son tediosas. Alguien pierde, alguien gana. Uno no halla nada de especial en ello.
―Eso aburre, quisiera agregar―dijo un hombre con acento del Brooklyn―. Somos cuatro. Cada uno con un millón de dólares en juego. Le daremos cuatrocientos mil dólares al hombre que pase la prueba, y trecientos mil más si vuelve a jugar a la ruleta rusa. Una vez que ya hayan muerto los otros tres rivales. Qué dicen.
Un hombre de corbata naranja rascó el párpado derecho pero los cuatro hombres habían sido bien elegidos.
Una mano fría aprieta la garganta de Smith en el instante en que escuchó el clic del revólver, al lado de la sien.
―Lo felicito―dijo el hombre de Armani.
El segundo jugador, el hombre de los zapatos mostaza, acerca el cañón a la sien y jala del gatillo. Un ruido sordo viajó por las ventanas del penthouse. Unos sesos saltaron sobre una alfombra blanca.
Una ola de calor flotó alrededor del cuarto. Un señor de bigote ralo probó fugar.
―Señor Green, me sorprende―dijo el hombre de acento del Brooklyn―. De aquí  saldrá o en una mortaja o con 400,000 de los grandes. Hemos tomado nuestras cautelas por si acaso hubiere alguien que no cumpla la palabra pactada.
   Un tipo vestido de negro surge de la nada, con una Glock.
―Por favor, señor Green, mantenga la compostura. La fortuna ayuda a los audaces―dijo el hombre de acento sureño―. Su turno.
El hombre de bigote ralo jala el gatillo y cae sobre un sofá.  
Un cuchillo hinca el vientre de Smith en el instante en que el hombre de Armani le ordena jugar otra vez.
Smith quiso protestar pero sabía que era inútil y jala del gatillo. No pasó nada. Sus ojos miran una mancha guinda en la alfombra. Sabe que ese líquido caliente que corre entra sus piernas es un bochorno.
―Su turno, señor Wilder―dijo el hombre de Armani.  
Un hombre, con rostro bovino, jala del gatillo y cae al piso. Su última idea fue: Habrá infierno; luego llegó la noche.
Unos clap clap retumban por el Penthouse. El hombre de acento sureño retuerce un bigote rubio: «Parece que hay un hombre con fortuna. Un hombre que ha ganado 400,000 dólares. Un hombre que, por cierto, cagó los calzones. Pero tranquilo señor Smith, entiendo su caso. Supongo que seguirá por los otros 300 mil».
La mirada fría del hombre de la Glock le mostró que debía seguir tal y como pactó el hombre de traje de Armani.
―Ah, pasamos por alto decir que iba a haber una carga de tres balas extra en el tambor―dijo el hombre de acento sureño―. Usted tiene que comprender a los hombres sensuales: el placer lo es todo en la vida.
Smith vio cómo el hombre de acento sureño agregó tres balas.
Los músculos de la boca apenas los podía mover Smith. Sus músculos eran bisagras sin aceite, duros.  
Apuntó el cañón en la sien y tiró. Nada ocurrió, y quedó de roca frente a un cuadro de una mujer desnuda cuya pelambre rojiza le trajo el recuerdo de la primera furcia de trescientos dólares a la que pagó en un hotel de las Vegas.
El hombre de Armani le alcanzó un maletín y un traje que al parecer le iba a quedar bien.
―Puede contar el dinero, y luego ducharse―dijo el hombre de Armani―. Luego, puede irse.
Cuando Smith bajaba por el ascensor, comprobó lo exacto de las medidas del traje, era un guante.  Siguió sonriendo hasta que entró al casino de enfrente y cambió los 700,000 dólares en la mesa de los craps.
A la mañana siguiente, Boris, el ruso, ata a una mujer de ruleros. Luego vacía un envase de gasolina sobre la mujer, y sobre unos muebles. El cuerpo de Smith apareció flotando en una playa de Atlantic City.

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