Jardín
(Eduardo Valdivia Sanz)
Briznas crecen riendo, felices, quizá,
por las gotas de agua;
lo dicen sus ojos que alzan sus brazos al sol,
a las nubes, a la ventana,
y crecen limpias:
avanzan sobre el terreno que las rodea,
crecen y esparcen su grama
por la tierra entera,
y esa mano dios que esparce la vida
y esa agua fría
y alegre que corre
por hojas y tallos
trae danza, mirra
y la flauta de Pan.
Dichosas avanzan quizá
por el desierto del zaguán:
habitan planetas y
elevan torres que
dejan claro
la gloria de la sangre verde
y el potasio y la lucha
contra el salitre.
Sus sabios juntan bibliotecas
y saberes tan hondos para
resistir a las hormigas
y a ese gato que
arranca los más tiernos
de sus brotes
con quien sabe qué arcanos.
Un día, una mañana y una tarde,
y otra mañana, y otra tarde,
faltó el agua.
Faltó en la semana que vino
y en la otra.
Las plantas plegaron las hojas
y gritaron piedad.
El ámbar del celeste cielo impuso
la sed y la plegaria.
El jardín mira hacia el cielo
sin saber siquiera que
la respuesta está en la tierra:
el jardinero yace ahí,
sobre las losetas,
al lado de un columpio tan triste.
Tres semanas más tarde,
vecinos molestos derriban una puerta,
hallan a un anciano
con una regadera
en las manos,
y un poco más allá un jardín, seco, muerto.

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