El escritor majo de hoy




Elogio de la ociosidad
(Escrito en 1932)
Bertrand Russel

Como casi toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán "La ociosidad es la madre de todos los vicios". Niño profundamente virtuoso, creí todo cuanto me dijeron, y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar intensamente hasta el momento actual. Pero, aunque mi conciencia haya controlado mis actos, mis opiniones han experimentado una revolución. Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que predicar en los países industriales modernos es algo completamente distinto de lo que siempre se ha predicado. Todo el mundo conoce la historia del viajero que vio en Nápoles doce mendigos tumbados al sol (era antes de la época de Mussolini) y ofreció una lira al más perezoso de todos. Once de ellos se levantaron de un salto para reclamarla, así que se la dio al duodécimo. Aquel viajero hacía lo correcto. Pero en los países que no disfrutan del sol mediterráneo, la ociosidad es más difícil y para promoverla se requeriría una gran propaganda. Espero que, después de leer las páginas que siguen, los dirigentes de la Asociación Cristiana de jóvenes emprendan una campaña para inducir a los jóvenes a no hacer nada. Si es así, no habré vivido en vano. Antes de presentar mis propios argumentos en favor de la pereza, tengo que refutar uno que no puedo aceptar. Cada vez que alguien que ya dispone de lo suficiente para vivir se propone ocuparse en alguna clase de trabajo diario, como la enseñanza o la mecanografía, se le dice, a él o a ella, que tal conducta lleva a quitar el pan de la boca a otras personas, y que, por tanto, es inicua. Si este argumento fuese válido, bastaría con que todos nos mantuviésemos inactivos para tener la boca llena de pan. Lo que olvida la gente que dice tales cosas es que un hombre suele gastar lo que gana, y al gastar genera empleo. Al gastar sus ingresos, un hombre pone tanto pan en las bocas de los demás como les quita al ganar. El verdadero malvado, desde este punto de vista, es el hombre que ahorra. Si se limita a meter sus ahorros en un calcetín, como el proverbial campesino francés, es obvio que no genera empleo. Si invierte sus ahorros, la cuestión es menos obvia, y se plantean diferentes casos.
Una de las cosas que con más frecuencia se hacen con los ahorros es prestarlos a algún gobierno. En vista del hecho de que el grueso del gasto público de la mayor parte de los gobiernos civilizados consiste en el pago de deudas de guerras pasadas o en la preparación de guerras futuras, el hombre que presta su dinero a un gobierno se halla en la misma situación que el malvado de Shakespeare que alquila asesinos. El resultado estricto de los hábitos de ahorro del hombre es el incremento de las fuerzas armadas del estado al que presta sus economías. Resulta evidente que sería mejor que gastara el dinero, aun cuando lo gastara en bebida o en juego.
Pero -se me dirá- el caso es absolutamente distinto cuando los ahorros se invierten en empresas industriales. Cuando tales empresas tienen éxito y producen algo útil, se puede admitir. En nuestros días, sin embargo, nadie negará que la mayoría de las empresas fracasan. Esto significa que una gran cantidad de traba o humano, que hubiera podido dedicarse a producir algo susceptible de ser disfrutado, se consumió en la fabricación de máquinas que, una vez construidas, permanecen paradas y no benefician a nadie. Por ende, el hombre que invierte sus ahorros en un negocio que quiebra, perjudica a los demás tanto como a sí mismo. Si gasta su dinero -digamos- en dar fiestas a sus amigos, éstos se divertirán -cabe esperarlo-, al tiempo en que se beneficien todos aquellos con quienes gastó su dinero, como el carnicero, el panadero y el contrabandista de alcohol. Pero si lo gasta -digamos- en tender rieles para tranvías en un lugar donde los tranvías resultan innecesarios, habrá desviado un considerable volumen de trabajo por caminos en los que no dará placer a nadie. Sin embargo, cuando se empobrezca por el fracaso de su inversión, se le considerará víctima de una desgracia inmerecida, en tanto que al alegre derrochador, que gastó su dinero filantrópicamente, se le despreciará como persona alocada y frívola.
Nada de esto pasa de lo preliminar. Quiero decir, con toda seriedad, que la fe en las virtudes del trabajo está haciendo mucho daño en el mundo moderno y que el camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de aquél.
Ante todo, ¿qué es el trabajo? Hay dos clases de trabajo; la primera: modificar la disposición de la materia en, o cerca de, la superficie de la tierra, en relación con otra materia dada; la segunda: mandar a otros que lo hagan. La primera clase de trabajo es desagradable y está mal pagada; la segunda es agradable y muy bien pagada. La segunda clase es susceptible de extenderse indefinidamente: no solamente están los que dan órdenes, sino también los que dan consejos acerca de qué órdenes deben darse. Por lo general, dos grupos organizados de hombres dan simultáneamente dos clases opuestas de consejos; esto se llama política. Para esta clase de trabajo no se requiere el conocimiento de los temas acerca de los cuales ha de darse consejo, sino el conocimiento del arte de hablar y escribir persuasivamente, es decir, del arte de la propaganda.
En Europa, aunque no en Norteamérica, hay una tercera clase de hombres, más respetada que cualquiera de las clases de trabajadores. Hay hombres que, merced a la propiedad de la tierra, están en condiciones de hacer que otros paguen por el privilegio de que les consienta existir y trabajar. Estos terratenientes son gentes ociosas, y por ello cabría esperar que yo los elogiara. Desgraciadamente, su ociosidad solamente resulta posible gracias a la laboriosidad de otros; en efecto, su deseo de cómoda ociosidad es la fuente histórica de todo el evangelio del trabajo. Lo último que podrían desear es que otros siguieran su ejemplo.
Desde el comienzo de la civilización hasta la revolución industrial, un hombre podía, por lo general, producir, trabajando duramente, poco más de lo imprescindible para su propia subsistencia y la de su familia, aun cuando su mujer trabajara al menos tan duramente como él, y sus hijos agregaran su trabajo tan pronto como tenían la edad necesaria para ello. El pequeño excedente sobre lo estrictamente necesario no se dejaba en manos de los que lo producían, sino que se lo apropiaban los guerreros y los sacerdotes. En tiempos de hambruna no había excedente; los guerreros y los sacerdotes, sin embargo, seguían reservándose tanto como en otros tiempos, con el resultado de que muchos de los trabajadores morían de hambre.
Este sistema perduró en Rusia hasta 1917 [*] y todavía perdura en Oriente; en Inglaterra, a pesar de la revolución industrial, se mantuvo en plenitud durante las guerras napoleónicas y hasta hace cien años, cuando la nueva clase de los industriales ganó poder. En Norteamérica, el sistema terminó con la revolución, excepto en el Sur, donde sobrevivió hasta la guerra civil. Un sistema que duró tanto y que terminó tan recientemente ha dejado, como es natural, una huella profunda en los pensamientos y las opiniones de los hombres. Buena parte de lo que damos por sentado acerca de la conveniencia del trabajo procede de este sistema, y, al ser preindustrial, no está adaptado al mundo moderno. La técnica moderna ha hecho posible que el ocio, dentro de ciertos límites, no sea la prerrogativa de clases privilegiadas poco numerosas, sino un derecho equitativamente repartido en toda la comunidad. La moral del trabajo es la moral de los 'esclavos, y el mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud.
Es evidente que, en las comunidades primitivas, los campesinos, de haber podido decidir, no hubieran entregado el escaso excedente con que subsistían los guerreros y los sacerdotes, sino que hubiesen producido menos o consumido más. Al principio, era la fuerza lo que los obliga-ba a producir y entregar el excedente. Gradualmente, sin embargo, resultó posible inducir a muchos de ellos a aceptar una ética según la cual era su deber trabajar intensamente, aunque parte de su trabajo fuera a sostener a otros, que permanecían ociosos. Por este medio, la compulsión requerida se fue reduciendo y los gastos de gobierno disminuyeron. En nuestros días, el noventa y nueve por ciento de los asalariados británicos, se sentirían realmente impresionados si se les dijera que el rey no debe tener ingresos mayores que los de un trabajador. El deber, en términos históricos, ha sido un medio, ideado por los poseedores del poder, para inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos mas que para su propio interés. Por supuesto, los poseedores del poder también han hecho lo propio aún ante si mismos, y sé las arreglan para creer que sus intereses son idénticos a los más grandes intereses de la humanidad. A veces esto es cierto; los atenienses propietarios de esclavos, por ejemplo, empleaban parte de su tiempo libre en hacer una contribución permanente a la civilización, que hubiera sido imposible bajo un sistema económico justo. El tiempo libre es esencial para la civilización, y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los más hacía posible el tiempo libre de los menos. Pero el trabajo era valioso, no porque el trabajo en sí fuera bueno, sino porque el ocio es bueno. Y con la técnica moderna sería posible distribuir justamente el ocio, sin menoscabo para la civilización.
La técnica moderna ha hecho posible reducir enormemente la cantidad de trabajo requerida para asegurar lo imprescindible para la vida de todos. Esto se hizo evidente durante la guerra. En aquel tiempo, todos los hombres de las fuerzas armadas, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en la fabricación de municiones, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en espiar, en hacer propaganda bélica o en las oficinas del gobierno relacionadas con la guerra, fueron apartados de las ocupaciones productivas. A pesar de ello, el nivel general de bienestar físico entre los asalariados no especializados de las naciones aliadas fue más alto que antes y que después. La significación de este hecho fue encubierta por las finanzas: los préstamos hacían aparecer las cosas como si el futuro estuviera alimentando al presente. Pero esto, desde luego, hubiese sido imposible; un hombre no puede comerse una rebanada de pan que todavía no existe. La guerra demostró de modo concluyente que la organización científica de la producción permite mantener las poblaciones modernas en un considerable bienestar con sólo una pequeña parte de la capacidad de trabajo del mundo entero. Si la organización científica, que se había concebido para liberar hombres que lucharan y fabricaran municiones, se hubiera mantenido al finalizar la guerra, y se hubiesen reducido a cuatro las horas de trabajo, todo hubiera ido bien. En lugar de ello, fue restaurado el antiguo caos: aquellos cuyo trabajo se necesitaba se vieron obligados a trabajar largas horas, y al resto se le dejó morir de hambre por falta de empleo. ¿Por qué? Porque el trabajo es un deber, y un hombre no debe recibir salarios proporcionados a lo que ha producido, sino proporcionados a su virtud, demostrada por su laboriosidad.
Ésta es la moral del estado esclavista, aplicada en circunstancias completamente distintas de aquellas en las que surgió. No es de extrañar que el resultado haya sido desastroso. Tomemos un ejemplo. Supongamos que, en un momento determinado, cierto número de personas trabaja en la manufactura de alfileres. Trabajando -digamos- ocho horas por día, hacen tantos alfileres como el mundo necesita. Alguien inventa un ingenio con el cual el mismo número de personas puede hacer dos veces el número de alfileres que hacía antes. Pero el mundo no necesita duplicar ese número de alfileres: los alfileres son ya tan baratos, que difícilmente pudiera venderse alguno más a un precio inferior. En un mundo sensato, todos los implicados en la fabricación de alfileres pasarían a trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás continuaría como antes. Pero en el mundo real esto se juzgaría desmoralizador. Los hombres aún trabajan ocho horas; hay demasiados alfileres; algunos patronos quiebran, y la mitad de los hombres anteriormente empleados en la fabricación de alfileres son despedidos y quedan sin trabajo. Al final, hay tanto tiempo libre como en el otro plan, pero la mitad de los hombres están absolutamente ociosos, mientras la otra mitad sigue trabajando demasiado. De este modo, queda asegurado que el inevitable tiempo libre produzca miseria por todas partes, en lugar de ser una fuente de felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más insensato?
La idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalosa para los ricos. En Inglaterra, a principios del siglo XIX, la jornada normal de trabajo de un hombre era de quince horas; los niños hacían la misma jornada algunas veces, y, por lo general, trabajrán doce horas al día. Cuando los entrometidos apuntaron que quizá tal cantidad de horas fuese excesiva, les dijeron que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a los niños del mal. Cuando yo era niño, poco después de que los trabajadores urbanos hubieran adquirido el voto, fueron establecidas por ley ciertas fiestas públicas, con gran indignación de las clases altas. Recuerdo haber oído a una anciana duquesa decir: "¿Para qué quieren las fiestas los pobres? Deberían trabajar". Hoy, las gentes son menos francas, pero el sentimiento persiste, y es la fuente de gran parte de nuestra confusión económica.
Consideremos por un momento francamente, sin superstición, la ética del trabajo. Todo ser humano, necesariamente, consume en el curso de su vida cierto volumen del producto del trabajo humano. Aceptando, cosa que podemos hacer, que el trabajo es, en conjunto, desagradable, resulta injusto que un hombre consuma más de lo que produce. Por supuesto, puede prestar algún servicio en lugar de producir artículos de consumo, como en el caso de un médico, por ejemplo; pero algo ha de aportar a cambio de su manutención y alojamiento. En esta medida, el deber de trabajar ha de ser admitido; pero solamente en esta medida.
No insistiré en el hecho de que, en todas las sociedades modernas, aparte de la URSS, mucha gente elude aun esta mínima cantidad de trabajo; por ejemplo, todos aquellos que heredan dinero y todos aquellos que se casan por dinero. No creo que el hecho de que se consienta a éstos permanecer ociosos sea casi tan perjudicial como el hecho de que se espere de los asalariados que trabajen en exceso o que mueran de hambre.
Si el asalariado Ordinario trabajase cuatro horas al día, alcanzaría para todos y no habría paro -dando por supuesta cierta muy moderada cantidad de organización sensata-. Esta idea escandaliza a los ricos porque están convencidos de que el pobre no sabría cómo emplear tanto tiempo libre. En Norteamérica, los hombres suelen trabajar largas horas, aun cuando ya estén bien situados; estos hombres, naturalmente, se indignan ante la idea del tiempo libre de los asalariados, excepto bajo la forma del inflexible castigo del paro; en realidad, les disgusta el ocio aun para sus hijos. Y, lo que es bastante extraño, mientras desean que sus hijos trabajen tanto que no les quede tiempo para civilizarse, no les importa que sus mujeres y sus hijas no tengan ningún trabajo en absoluto. La esnob atracción por la inutilidad, que en una sociedad aristocrática abarca a los dos sexos, queda, en una plutocracia, limitada a las mujeres; ello, sin embargo, no la pone en situación más acorde con el sentido común.
El sabio empleo del tiempo libre -hemos de admitirlo- es un producto de la civilización y de la educación. Un hombre que ha trabajado largas horas durante toda su vida se aburrirá si queda súbitamente ocioso. Pero, sin una cantidad considerable de tiempo libre, un hombre se verá privado de muchas de las mejores cosas. Y ya no hay razón alguna para que el grueso de la gente haya de sufrir tal privación; solamente un necio ascetismo, generalmente vicario, nos lleva a seguir insistiendo en trabajar en cantidades excesivas, ahora que ya no es necesario.
En el nuevo credo dominante en el gobierno de Rusia, así como hay mucho muy diferente de la tradicional enseñanza de Occidente, hay algunas cosas que no han cambiado en absoluto. La actitud de las clases gobernantes, y especialmente de aquellas que dirigen la propaganda educativa respecto del tema de la dignidad del trabajo, es casi exactamente la misma que las clases gobernantes de todo el mundo han predicado siempre a los llamados pobres honrados. Laboriosidad, sobriedad, buena voluntici. para trabajar largas horas a cambio de lejanas ventajas, inclusive sumisión a la autoridad, todo reaparece; por añadidura, la autoridad todavía representa la voluntad del Soberano del Universo. Quien, sin embargo, recibe ahora un nuevo nombre: materialismo dialéctico.
La victoria del proletariado en Rusia tiene algunos puntos en común con la victoria de las feministas en algunos otros países. Durante siglos, los hombres han admitido la superior santidad de las mujeres, y han consolado a las mujeres de su inferioridad afirmando que la santidad es más deseable que el poder. Al final, las feministas decidieron tener las dos cosas, ya que las precursoras de entre ellas creían todo lo que los hombres les habían dicho acerca de lo apetecible de la virtud, pero no lo que les habían dicho acerca de la inutilidad del poder político. Una cosa similar ha ocurrido en Rusia por lo que se refiere al trabajo manual. Durante siglos, los ricos y sus mercenarios han escrito en elogio del trabajo honrado, han alabado la vida sencilla, han profesado una religión que enseña que es mucho más probable que vayan al cielo los pobres que los ricos y, en general, han tratado de hacer creer a los trabajadores manuales que hay cierta especial nobleza en modificar la situación de la materia en el espacio, tal y como los hombres trataron de hacer creer a las mujeres que obtendrían cierta especial nobleza de su esclavitud sexual. En Rusia, todas estas enseñanzas acerca de la excelencia del trabajo manual han sido tomadas en serio, con el resultado de que el trabajador manual se ve más honrado que nadie. Se hacen lo que, en esencia, son llamamientos a la resurrección de la fe, pero no con los antiguos propósitos: se hacen para asegurar los trabajadores de choque necesarios para tareas especiales. El trabajo manual es el ideal que se propone a los jóvenes, y es la base de toda enseñanza ética.
En la actualidad, posiblemente, todo ello sea para bien. Un país grande, lleno de recursos naturales, espera el desarrollo, y ha de desarrollarse haciendo un uso muy escaso del crédito. En tales circunstancias, el trabajo duro es necesario, y cabe suponer que reportará una gran recompensa. Pero ¿qué sucederá cuando se alcance el punto en que todo el mundo pueda vivir cómodamente sin trabajar largas horas?
En Occidente tenemos varias maneras de tratar este problema. No aspiramos a Injusticia económica; de modo que una gran proporción del producto total va a parar a manos de una pequeña minoría de la población, muchos de cuyos componentes no trabajan en absoluto. Por ausencia de todo control centralizado de la producción, fabricamos multitud de cosas que no hacen falta. Mantenemos ocioso un alto porcentaje de la población trabajadora, ya que podemos pasarnos sin su trabajo haciendo trabajar en exceso a los demás. Cuando todos estos métodos demuestran ser inadecuados, tenemos una guerra: mandamos a un cierto número de personas a fabricar explosivos de alta potencia y a otro número determinado a hacerlos estallar, como si fuéramos niños que acabáramos de descubrir los fuegos artificiales. Con una combinación de todos estos dispositivos nos las arreglamos, aunque con dificultad, para mantener viva la noción de que el hombre medio debe realizar una gran cantidad de duro trabajo manual.
En Rusia, debido a una mayor justicia económica y al control centralizado de la producción, el problema tiene que resolverse de forma distinta. La solución racional sería, tan pronto como se pudiera asegurar las necesidades primarias y las comodidades elementales para todos, reducir las horas de trabajo gradualmente, dejando que una votación popular decidiera, en cada nivel, la preferencia por más ocio o por más bienes. Pero, habiendo enseñado la suprema virtud del trabajo intenso, es dificil ver cómo pueden aspirar las autoridades a un paraíso en el que haya mucho tiempo libre y poco trabajo. Parece más probable que encuentren continuamente nuevos proyectos en nombre de los cuales la ociosidad presente haya de sacrificarse a la productividad futura. Recientemente he leído acerca de un ingenioso plan propuesto por ingenieros rusos para hacer que el mar Blanco y las costas septentrionales de Siberia se calienten, construyendo un dique a lo largo del mar de Kara. Un proyecto admirable, pero capaz de posponer el bienestar proletario por toda una generación, tiempo durante el cual la nobleza del trabajo sería proclamada en los campos helados y entre las tormentas de nieve del océano Ártico. Esto, si sucede, será el resultado de considerar la virtud del trabajo intenso como un fin en sí misma, más que como un medio para alcanzar un estado de cosas en el cual tal trabajo ya no fuera necesario.
El hecho es que mover materia de un lado a otro, aunque en cierta medida es necesario para nuestra existencia, no es, bajo ningún concepto, uno de los fines de la vida humana. Si lo fuera, tendríamos que considerar a cualquier bracero superior a Shakespeare. Hemos sido llevados a conclusiones erradas en esta cuestión por dos causas. Una es la necesidad de tener contentos a los pobres, que ha impulsado a los ricos durante miles de años, a reivindicar la dignidad del trabajo, aunque teniendo buen cuidado de mantenerse indignos a este respecto. La otra es el nuevo placer del mecanismo, que nos hace deleitarnos en los cambios asombrosamente inteligentes que podemos producir en la superficie de la tierra. Ninguno de esos motivos tiene gran atractivo para el que de verdad trabaja. Si le preguntáis cuál es la que considera la mejor parte de su vida, no es probable que os responda: "Me agrada el trabajo físico porque me hace sentir que estoy dando cumplimiento a la más noble de las tareas del hombre y porque me gusta pensar en lo mucho que el hombre puede transformar su planeta. Es cierto que mi cuerpo exige períodos de descanso, que tengo que pasar lo mejor posible, pero nunca soy tan feliz como cuando llega la mañana y puedo volver a la labor de la que procede mi contento". Nunca he oído decir estas cosas a los trabajadores.
Consideran el trabajo como debe ser considerado como un medio necesario para ganarse el sustento, y, sea cual fuere la felicidad que puedan disfrutar, la obtienen en sus horas de ocio.
Podrá decirse que, en tanto que un poco de ocio es agradable, los hombres no sabrían cómo llenar sus días si solamente trabajaran cuatro horas de las veinticuatro. En la medida en que ello es cierto en el mundo moderno, es una condena de nuestra civilización; no hubiese sido cierto en ningún período anterior. Antes había una capacidad para la alegría y los juegos que, hasta cierto punto, ha sido inhibida por el culto a la eficiencia. El hombre moderno piensa que todo debería hacerse por alguna razón determinada, y nunca por sí mismo. Las personas serias, por ejemplo, critican continuamente el hábito de ir al cine, y nos dicen que induce a los jóvenes al delito. Pero todo el trabajo necesario para construir un cine es respetable, porque es trabajo y porque produce beneficios económicos. La noción de que las actividacles deseables son aquellas que producen beneficio económico lo ha puesto todo patas arriba. El carnicero que os provee de carne y el panadero que os provee de pan son merecedores de elogio, ganando dinero; pero cuando vosotros digeris el alimento que ellos os han suministrado, no sois más que unos frívolos, a menos que comáis tan sólo para obtener energías para vuestro trabajo. En un sentido amplio, se sostiene que, ganar dinero es bueno mientras que gastarlo es malo. Teniendo en cuenta que son dos aspectos de la misma transaccion, esto es absurdo; del mismo modo que podriamos sostener que las llaves son buenas, pero que los ojos de las cerraduras son malos. Cualquiera que sea el mérito que pueda haber en la producción de bienes, debe derivarse enteramente de la ventaja que se obtenga consumiéndolos. El individuo, en nuestra sociedad, trabaja por un beneficio, pero el propósito social de su trabajo radica en el consumo de lo que él produce.
Este divorcio entre los propósitos individuales y los sociales respecto de la producción es lo que hace que a los hombres les resulte tan difícil pensar con claridad en un mundo en el que la obtención de beneficios es el incentivo de la industria. Pensamos demasiado en la producción y demasiado poco en el consumo. Como consecuencia de ello, concedemos demasiado poca importancia al goce y a la felicidad sencilla, y no juzgamos la producción por el placer que da al consumidor.
Cuando propongo que las horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento decir que todo el tiempo restante deba necesariamente malgastarse en puras frivolidades. Quiero decir que cuatro horas de trabajo al día deberían dar derecho a un hombre a los artículos de primera necesidad y a las comodidades elementales en la vida, y que el resto de su tiempo debería ser de él para emplearlo como creyera conveniente. Es una parte esencial de cualquier sistema social de tal especie el que la educación va a más allá del punto que generalmente alcanza en la actualidad y se proponga, en parte, despertar aficiones que capaciten al hombre para usar con inteligencia su tiempo libre. No pienso especialmente en la clase de cosas que pudieran considerarse pedantes. Las danzas campesinas han muerto, excepto en remotas regiones rurales, pero los impulsos que dieron lugar a que se las cultivara deben de existir todavía en la naturaleza humana. Los placeres de las poblaciones urbanas han llevado a la mayoria a ser pasivos: ver películas, observar partidos de fútbol, escuchar la radio, y así sucesivamente. Ésto resulta del hecho de que sus energías activas se consuman solamente en el trabajo; si tuvieran más tiempo libre, volverían a divertirse con juegos en los que hubieran de tomar parte activa.
En el pasado, había una reducida clase ociosa y una más numerosa clase trabajadora. La clase ociosa disfrutaba de ventajas que no se fundaban en la justicia social; esto la hacía necesariamente opresiva, limitaba sus simpatías y la obligaba a inventar teorías que justificasen sus privilegios. Estos hechos disminuían grandemente su mérito, pero, a pesar de estos inconvenientes, contribuyó a casi todo lo que llamamos civilización. Cultivó las artes, descubrió las ciencias, escribió los libros, inventó las máquinas y refinó las relaciones sociales. Aun la liberación de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde arriba. Sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la barbarie.
El sistema de una clase ociosa hereditaria sin obligaciones era, sin embargo, extraordinariamente ruinoso. No se había enseñado a ninguno de los miembros de esta clase a ser laborioso, y la clase, en conjunto, no era excepcionalmente inteligente. Esta clase podía producir un Darwin, pero contra él habrían de señalarse decenas de millares de hidalgos rurales que jamás pensaron en nada más inteligente que la caza del zorro y el castigo de los cazadores furtivos. Actualmente, se supone que las universidades proporcionan, de un modo más sistemático, lo que la clase ociosa proporcionaba accidentalmente y como un subproducto. Esto representa un gran adelanto, pero tiene ciertos inconvenientes. La vida de universidad es, en definitiva, tan diferente de la vida en el mundo, que las personas que viven en un ambiente académico tienden a desconocer las preocupaciones y los problemas de los hombres y las mujeres corrientes; por añadidura, sus medios de expresión suelen ser tales, que privan a sus opiniones de la influencia que debieran tener sobre el público en general. Otra desventaja es que en las universidades los estudios estan organizados, y es probable que el hombre que se le ocurre alguna línea de investigación original se sienta desanimado. Las instituciones académicas, por tanto, si bien son útiles, no son guardianes adecuados de los intereses de la civilización en un mundo donde todos los que quedan fuera de sus muros están demasiado ocupados para atender a propósitos no utilitarios.
En un mundo donde nadie sea obligado a trabajar más de cuatro horas al día, toda persona con curiosidad científica podrá satisfacerla, y todo pintor' podrá pintar sin morirse de hambre, no importa lo maravillosos que puedan ser sus cuadros. Los escritores jóvenes no se verán forzados a llamar la atención por medio de sensacionales chapucerías, hechas con miras a obtener la independencia económica que se necesita para las obras monumentales, y para las cuales, cuando por fin llega la oportunidad, habrán perdido el gusto y la capacidad. Los hombres que en su trabajo profesional se interesen por algún aspecto de la economía o de la administración, será capaz de desarrollar sus ideas sin el distanciamiento académico, que suele hacer aparecer carentes de realismo las obras de los economistas universitarios. Los médicos tendrán tiempo de aprender acerca de los progresos de la medicina; los maestros no lucharán desesperadamente para enseñar por métodos rutinarios cosas que aprendieron en su juventud, y cuya falsedad puede haber sido demostrada en el intervalo.
Sobre todo, habrá felicidad y alegría de vivir, en lugar de nervios gastados, cansancio y dispepsia. El trabajo exigido bastará para hacer del ocio algo delicioso, pero no para producir agotamiento. Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán solamente distracciones pasivas e insípidas. Es probable que al menos un uno por ciento dedique el tiempo que no le consuma su trabajo profesional a tareas de algún interés público, y, puesto que no dependerá de tales tareas para ganarse la vida, su originalidad no se verá estorbada y no habrá necesidad de conformarse a las normas establecidas por los viejos eruditos. Pero no solamente en estos casos excepcionales se manifestarán las ventajas del ocio. Los hombres y las mujeres corrientes, al tener la oportunidad de una vida feliz, llegarán a ser más bondadosos y menos inoportunos, y menos inclinados a mirar a los demás con suspicacia. La afición a la guerra desaparecerá, en parte por la razón que antecede y en parte porque supone un largo y duro trabajo para todos. El buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita el mundo, y el buen carácter es la consecuencia de la tranquilidad y la seguridad, no de una vida de ardua lucha. Los métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para todos; hemos elegido, en vez de esto, el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir siendo necios para siempre.

[*] Desde entonces, los miembros del partido comunista han heredado este privilegio de los guerreros y sacerdotes.
Conocimiento "inútil"
Francis Bacon, hombre que llegó a ser eminente traicionando a sus amigos, afirmaba, sin duda como una de las maduras lecciones de la experiencia, que "el conocimiento es poder". Pero esto no es cierto respecto de todo conocimiento. Sir Thomas Browne quería saber qué canción cantaban las sirenas, pero si lo hubiera averiguado, ello no le hubiese bastado para ascender de magistrado a gobernador de su condado. La clase de conocimiento a que Bacon se refería es la que nosotros llamamos científica. Al subrayar la importancia de la ciencia, continuaba tardíamente la tradición de los árabes y de la Alta Edad Media, según la cual el conocimiento consistía principalmente en la astrología, la alquimia y la farmacología, todas ellas ramas de la ciencia. Era un sabio quien, tras dominar estos estudios, había adquirido poderes mágicos. A principios del siglo XI, y por la única razón de que leía libros, todo el mundo creía que el papa Silvestre II era un mago en tratos con el demonio. Próspero, que en los tiempos de Shakespeare era una mera fantasía, representaba lo que durante siglos había sido la concepción generalmente aceptada de un sabio, al menos por lo que se refiere a sus poderes de hechicería. Bacon creía -acertadamente, según ahora sabemos- que la ciencia podía proporcionar una varita mágica más poderosa que cualquier otra en que hubieran soñado los nigromantes de épocas anteriores.
El Renacimiento, que estaba en su apogeo en Inglaterra en tiempos de Bacon, implicaba una rebelión contra el concepto utilitarista del conocimiento. Los griegos habían adquirido gran familiaridad con Homero, como nosotros con las canciones de los cafés cantantes, porque les gustaba, y ello sin darse cuenta de que estaban comprometidos en la búsqueda del conocimiento. Pero los hombres del siglo XVI no podían empezar a entenderlo sin asimilar primero una considerable cantidad de erudición lingüística. Admiraban a los griegos y no querían verse excluidos de sus placeres; por ello los imitaban, tanto leyendo los clásicos como de otras formas menos confesables. El saber, durante el Renacimiento, era parte de la joie de vivre, tanto como beber o hacer el amor. Y esto es cierto no solamente de la literatura, sino también de otros estudios más ásperos. Todo el mundo conoce la historia del primer contacto de Hobbes con Euclides: al abrir el libro, casualmente, en el teorema de Pitágoras, exclamó: "¡Por Dios! ¡Esto es imposible!", y comenzó a leer las demostraciones en sentido inverso hasta que, llegado que hubo a los axiomas, quedó convencido. Nadie puede dudar de que éste fue para él un momento voluptuoso, no mancillado por la idea de la utilidad de la geometría en la medición de terrenos.
Cierto es que el Renacimiento dio con una utilidad práctica para las lenguas antiguas en relación con la teología. Uno de los primeros resultados de la nueva pasión por el latín clásico fue el descrédito de las decretales amañadas y de la donación de Constantino. Las inexactitudes descubiertas en la Vulgata y en la versión de los Setenta hicieron del griego y del hebreo una parte imprescindible del equipo de controversia de los teólogos protestantes. Las máximas republicanas de Grecia y Roma fueron invocadas para justificar la resistencia de los puritanos a los Estuardo y de los Jesuitas a los monarcas que habían negado obediencia al papa. Pero todo esto fue un efecto, más bien que una causa, del resurgimiento del saber clásico, que en Italia había sido plenamente cultivado durante casi un siglo antes de Lutero. El móvil principal del Renacimiento fue el goce intelectual, la restauración de cierta riqueza y libertad en el arte y en la especulación, que habían estado perdidas mientras la ignorancia y la superstición mantuvieron los ojos del espíritu entre anteojeras.
Se descubrió que los griegos habían dedicado parte de su atención a temas no puramente literarios o artísticos, como la filosofía, la geometría y la astronomía. Estos estudios, por tanto, se consideraron respetables, pero otras ciencias quedaron más abiertas a la crítica. La medicina, es cierto, se hallaba dignificada por los nombres de Hipócrates y Galeno, pero en el período intermedio había quedado casi estrictamente limitada a los árabes y a los judíos, e inextricablemente entremezclada con la magia. De aquí la dudosa reputación de hombres como Paracelso. La química todavía tenía peor reputación, y comenzó a alcanzar con dificultades alguna respetabilidad en el siglo XVIII.
Y de esta forma vino a resultar que el conocimiento del griego y del latín, con unas nociones superficiales de geometría y quizá de astronomía, fuera considerado como el equipo intelectual de un caballero. Los griegos desdeñaban las aplicaciones prácticas de la geometría, y solamente en su decadencia hallaron utilidad a la astronomía, a guisa de astrología. En los siglos XVI y XVII, principalmente, se estudiaron las matemáticas con desinterés helénico, y se tendió a ignorar las ciencias que habían sido degradadas por su conexión con la magia. Un cambio gradual hacia una concepción más amplia y práctica del conocimiento, que había ido produciéndose a lo largo de todo el XVIII, experimentó de pronto una aceleración al final de aquel período a causa de la Revolución francesa y del desarrollo del maquinismo: la primera dio un golpe a la cultura señorial, mientras el segundo ofrecía un nuevo y asombroso campo de acción para el ejercicio de las técnicas no señoriales. Durante los últimos ciento cincuenta años, los hombres se han venido cuestionando, cada vez más vigorosamente, el valor del conocimiento, y han llegado a creer, cada vez con más firmeza, que el único conocimiento que merece la pena adquirir es aquel que resulta aplicable en algún aspecto a la vida económica de la comunidad.
En países como Francia e Inglaterra, que tienen un sistema educacional tradicional, el aspecto utilitario del conocimiento ha prevalecido sólo parcialmente. Hay todavía, por ejemplo, en las universidades profesores de chino que leen los clásicos chinos, pero que no conocen las obras de Sun Yat-sén, que crearon la China moderna. Hay todavía personas que conocen la historia antigua en tanto fue relatada por autores de estilo depurado, es decir, hasta Alejandro en Grecia y Nerón en Roma, pero que se niegan a conocer la mucho más importante historia posterior en razón de la inferioridad literaria de los historiadores que la escribieron. Aun en Francia e Inglaterra, sin embargo, la vieja tradición está desapareciendo, y en países más actualizados, como Rusia y los Estados Unidos, se ha extinguido totalmente. En los Estados Unidos, por ejemplo, las comisiones de educación señalan que mil quinientas palabras son todas las que la mayor parte de la gente utiliza en la correspondencia comercial, y proponen, en consecuencia, que todas las demás se eviten en el programa escolar. El inglés básico, una invención británica, va todavía más allá y reduce el vocabulario necesario a ochocientas palabras. La concepción del lenguaje como algo capaz de valor estético está muriendo, y se está llegando a pensar que el único propósito de las palabras es proporcionar información práctica. En Rusia, la persecución de finalidades prácticas es todavía más intensa que en Norteamérica: todo lo que se enseña en las instituciones de educación tiende a servir a algún propósito evidente de carácter educacional o gubernamental. La única escapada la permite la teología: alguien tiene que estudiar las Sagradas Escrituras en el original alemán, y unos cuantos profesores tienen que aprender filosofía para defender el materialismo dialéctico contra la crítica de los metafísicos burgueses. Pero cuando la ortodoxia se establezca más firmemente, aun esta estrecha rendija se cerrará.
El saber está comenzando a ser considerado en todas partes, no como un bien en si mismo, sino como un medio.
No crear una visión amplia y humana de la vida en general, sino tan sólo como un ingrediente de la preparación, ésto es parte de la mayor integración de la sociedad, aportada por la técnica científica y las necesidades militares. Hay más interdependencia económica y política que en el pasado y, por tanto, hay una mayor presión social, que obliga al hombre a vivir de una manera que sus convecinos estimen útil. Los establecimientos docentes, excepto los destinados a los muy ricos o (en Inglaterra) los que la antigüedad ha hecho invulnerables, no pueden gastar su dinero como quieren, sino que han de satisfacer los propósitos útiles del estado al que sirven, proporcionando preparación práctica e inculcando lealtad. Esto es parte sustancial del mismo movimiento que ha conducido al servicio militar obligatorio, a los exploradores, a la organización de partidos políticos y a la difusión de la pasión política por la prensa. Todos somos más conscientes de nuestros conciudadanos de lo que solíamos, estamos más deseosos, si somos virtuosos, de hacerles bien y, en todo caso, de obligarles a que nos hagan bien. No nos gusta pensar que alguien esté disfrutando de la vida pertinente, por muy refinada que pueda ser la calidad de su disfrute. Sentimos que todo el mundo debería estar haciendo algo para ayudar a la gran causa (cualquiera que ésta sea), tanto más por cuanto tantos malvados están trabajando en contra de ella y tienen que ser detenidos. No gozamos de descanso mental, por lo tanto, para adquirir ningún conocimiento, excepto los que puedan ayudarnos en la lucha por lo que quiera que sea que juzguemos importante.
Hay mucho que decir en cuanto al estrecho criterio utilitarista de la educación. No hay tiempo de aprenderlo todo antes de empezar a crearse un medio de vida, y no hay duda de que el conocimiento "útil" es muy útil. Él ha hecho el mundo moderno. Sin él no tendríamos máquinas, ni automóviles, ni ferrocarriles, ni aeroplanos; debemos añadir que no tendríamos publicidad ni propaganda modernas. El conocimiento moderno ha dado lugar a un inmenso mejoramiento en el promedio de salud y, al mismo tiempo, ha revelado cómo exterminar grandes ciudades con gases venenosos. Todo lo que distingue nuestro mundo al compararlo con el de otros tiempos, tiene su origen en el conocimiento "útil". Ninguna comunidad se ha saciado todavía de él, y es indudable que la educación debe continuar promoviéndolo.
También tenemos que admitir que buena parte de la tradicional educación cultural era estúpida. Los jóvenes consumían muchos años aprendiendo gramática latina y griega, sin llegar a ser, finalmente, capaces de leer un autor griego o latino, ni a sentir siquiera el deseo de hacerlo (excepto en un pequeño porcentaje de los casos). Las lenguas modernas y la historia son preferibles, desde cualquier punto de vista, al latín y al griego. No solamente son más útiles, sino que proporcionan mucha más cultura en mucho menos tiempo. Para un italiano del siglo XV, dado que prácticamente todo lo que merecía la pena leer estaba escrito, si no en su propia lengua, en griego o en latín, estos idiomas eran indispensables llaves de la cultura. Pero desde aquellos tiempos se han desarrollado grandes literaturas en diversas lenguas modernas, y el proceso de la civilización ha sido tan rápido, que el conocimiento de la antigüedad se ha hecho mucho menos útil para la comprensión de nuestros problemas que el conocimiento de las naciones modernas y su historia comparativamente reciente. El punto de vista tradicional del maestro de escuela, admirable en los tiempos del resurgir cultural, se fue haciendo cada vez más totalmente estrecho, ya que ignoraba lo que el mundo ha hecho desde el siglo XV. Y no sólo la historia y las lenguas modernas, sino también la ciencia, cuando se enseña apropiadamente, contribuye a la cultura. Es posible, por tanto, sostener que la educación debe tener otras finalidades que la utilidad inmediata, sin defender el plan de estudios tradicional. Utilidad y cultura, cuando ambas se conciben con amplitud de miras, resultan menos incompatibles de lo que parecen a los fanáticos abogados de una y otra.
Aparte, no obstante, de los casos en que la cultura y la utilidad inmediata pueden combinarse, hay utilidad mediata, de varias clases distintas, en la posesión de conocimiento que no contribuye a la eficiencia técnica. Creo que algunos de los peores rasgos del mundo moderno podrían mejorarse con un mayor estímulo a tal conocimiento y una menos despiadada persecución de la mera competencia profesional.
Cuando la actividad consciente se concentra por entero en algún propósito definido, el resultado final, para la mayoría de la gente, es el desequilibrio, acompañado de alguna forma de alteración nerviosa. Los hombres que dirigían la política alemana durante la guerra cometieron equivocaciones en lo que se refiere, por ejemplo, a la campaña submarina, que llevó a los americanos al lado de los aliados, y que cualquier persona que hubiera tratado el tema con la mente despejada hubiera estimado imprudente, pero que ellos no pudieron juzgar cuerdamente a causa de la concentración mental y la falta de descanso. El mismo tipo, de situación se ve dondequiera que grupos de hombres, emprenden tareas que imponen un, prolongado esfuerzo sobre los impulsos espontáneos. Los imperialistas japoneses, los comunistas rusos, los nazis alemanes, todos viven en una especie de tenso fanatismo que procede del vivir demasiado exclusivamente en el mundo mental de determinadas tareas que deben realizarse. Cuando las tareas son tan importantes y tan realizables como suponen los fanáticos, el resultado puede ser magnífico; pero en la mayor parte de los casos la estrechez de miras ha determinado el olvido de alguna poderosa fuerza neutralizante o ha hecho que todas aquellas fuerzas semejen la obra del diablo, que ha de cumplirse por el castigo y el terror. Los hombres, como los niños, tienen necesidad de jugar, es decir, de periódos de actividad sin más propósito que el goce inmediato. Pero si el juego sirve su propósito, ha de ser posible hallar placer e interés en asuntos no relacionados con el trabajo.
Las diversiones de los habitantes de las ciudades modernas tienden a ser cada vez más pasivas y colectivas, y a reducirse a la contemplación inactiva de las habilidosas actividades de otros. Sin duda, tales diversiones son mejores que ninguna, pero no son tan buenas como podrían serlo las de una población que tuviese, debido a la educación, un más amplio campo de intereses intelectuales conectados con el trabajo. Una mejor organización económica, que permitiera a la humanidad beneficiarse de la productividad de las máquinas, conduciría a un muy grande aumento del tiempo libre, y el mucho tiempo libre tiende a ser tedioso excepto para aquellos que tienen considerables intereses y actividades inteligentes. Para que una población ociosa sea feliz, tiene que ser población educada, y educada con miras al placer intelectual, así como a la utilidad directa del conocimiento técnico.
El elemento cultural en la adquisición de conocimientos, cuando es asimilado con éxito, conforma el carácter de los pensamientos y los deseos de un hombre, haciendo que se relacionen, al menos en parte, con grandes objetivos impersonales y no sólo con asuntos de importancia inmediata para él. Se ha aceptado demasiado a la ligera que, cuando un hombre ha adquirido determinadas capacidades por medio del conocimiento, las usará en forma socialmente beneficiosa. La concepción estrechamente utilitarista de la educación ignora la necesidad de disciplinar los propósitos de un hombre tanto como su práctica técnica. En la naturaleza humana no educada hay un considerable elemento de crueldad, que se muestra de muchas formas, importantes o insignificantes. Los niños en la escuela tienden a ser crueles con un nuevo niño, o con cualquiera cuyas ropas no sean totalmente convencionales. Muchas mujeres (y no pocos hombres) provocan todo el sufrimiento que pueden por medio de la murmuración maliciosa. Los españoles disfrutan con las corridas de toros; los ingleses disfrutan cazando. Los mismos crueles impulsos adquieren formas más serias en la caza de judíos en Alemania y de kulaks en Rusia. Todo imperialismo ofrece campo para tales impulsos, y en la guerra son santificados como la más elevada forma del deber público.
De modo que se debe admitir que gente con un alto nivel de educación es a veces cruel; y creo que no puede haber duda de que esa gente es cruel mucho menos frecuentemente que aquella cuya mente se ha dejado en barbecho. El bravucón del colegio rara vez es un muchacho cuyo aprovechamiento en los estudios está por sobre el promedio. Cuando tiene lugar un linchamiento, los cabecillas son casi invariablemente hombres muy ignorantes. Esto no es así porque el cultivo de la mente produzca sentimientos humanitarios positivos, aunque puede hacerlo; es más bien porque proporciona otros intereses que el mal trato a los vecinos, y otras fuentes de respeto a la propia personalidad que la afirmación de dominio. Las dos cosas más universalmente deseadas son el poder y la admiración. Los hombres ignorantes, generalmente, no pueden conseguir ninguna de las dos sino por medios brutales que llevan aparejada la adquisición de superioridad física. La cultura proporciona al hombre formas de poder menos dañinas y medios más dignos para hacerse admirar. Galileo hizo más que cualquier monarca para cambiar el mundo, y su poder excedió inconmensurablemente del de sus perseguidores. No tuvo, por tanto, necesidad de aspirar a ser, a su vez, perseguidor.
Quizá la ventaja más importante del conocimiento "inútil" es que favorece un estado mental contemplativo. Hay en el mundo demasiada facilidad, no sólo para la acción sin la adecuada reflexión previa, sino también para cualquier clase de acción en ocasiones en que la sabiduría aconsejaría la inacción. La gente muestra sus tendencias en esta cuestión de varias curiosas maneras. Mefistófeles dice al joven estudiante que la teoría es gris pero el árbol de la vida es verde, y todo el mundo cita esto como si fuera la opinión de Goethe, en lugar de lo que éste suponía que era probable que dijera el diablo a un estudiante. Hamlet es tenido por una terrible advertencia contra el pensamiento sin acción, pero nadie tiene a Otelo como una advertencia contra la acción sin pensamiento. Los profesores como Bergson, por una especie de culto de moda al hom bre práctico, condenan la filosofía y dicen que la vida, en su manifestación más elevada, debería parecerse a una carga de caballería. Por mi parte, estimo que la acción es mejor cuando surge de una profunda comprensión del universo y del destino humano, y no de cualquier impulso salvajemente apasionado de romántica pero desproporcionada afirmación del yo. El hábito de encontrar más placer en el pensamiento que en la acción es una salvaguarda contra el desatino y el excesivo amor al poder, un medio para conservar la serenidad en el infortunio y la paz de espíritu en las contrariedades. Es Probable que, tarde o temprano, una vida limitada a lo personal llegue a ser insoportablemente dolorosa; sólo las ventanas que dan a un cosmos más amplio y menos inquietante hacen soportables los más trágicos aspectos de la vida.
Una disposición mental contemplativo tiene ventajas que van de lo más trivial a lo más profundo. Para empezar están las aflicciones de menor envergadura, tales como las pulgas, los trenes que no llegan o los socios discutidores. Al parecer, tales molestias apenas merecen la pena de unas reflexiones sobre las excelencias del heroísmo o la transitoriedad de los males humanos, y, sin embargo, la irritación que producen destruye el buen ánimo y la alegría de vivir de mucha gente. En tales ocasiones, puede hallarse mucho consuelo en esos arrinconados fragmentos de erudición que tienen alguna conexión, real o imaginaria, con el conflicto del momento; y aun cuando no tengan ninguna, sirven para borrar el presente de los propios pensamientos. Al ser asaltados por gente lívida de rabia, es agradable recordar el capítulo del Tratado de las pasiones de Descartes titulado "Por qué son más de temer los que se ponen pálidos de furia que aquellos que se congestionan". Cuando uno se impacienta por la dificultad existente para asegurar la cooperación internacional, la ansiedad disminuye si a uno se le ocurre pensar en el santificado rey Luis IX antes de embarcar para las cruzadas, aliándose con el Viejo de la Montaña, que aparece en Las mil y una noches como la oscura fuente de la mitad de la maldad del mundo. Cuando la rapacidad de los capitalistas se hace opresiva, podemos consolarnos en un instante con el recuerdo de que Bruto, ese modelo de virtud republicana, prestaba dinero a una ciudad al cuarenta por ciento y alquilaba un ejército privado para sitiarla cuando dejaba de pagarle los intereses.
El conocimiento de hechos curiosos no sólo hace menos desagradables las cosas desagradables, sino que hace más agradables las cosas agradables. Yo encuentro mejor sabor a los albaricoques desde que supe que fueron cultivados inicialmente en China, en la primera época de la dinastía Han; que los rehenes chinos en poder del gran rey Kaniska los introdujeron en la India, de donde se extendieron a Persia, llegando al Imperio romano durante el siglo I de nuestra era; que la palabra "albaricoque" se deriva de la misma fuente latina que la palabra "precoz", porque el albaricoque madura tempranamente, y que la partícula inicial "al" fue añadida por equivocación, a causa de una falsa etimología. Todo esto hace que el fruto tenga un sabor mucho más dulce.
Hace cerca de cien años, un grupo de filántropos bienintencionados fundaron sociedades "para la difusión del conocimiento útil", con el resultado de que las gentes han dejado de apreciar el delicioso sabor conocimiento "inútil".
Al abrir al azar la Anatomía de la melancolía de Burton, un día en que me amenazaba tal estado de ánimo, supe que existe una "sustancia melancólica", pero que, mientras algunos piensan que puede ser engendrada por los cuatro humores, "Galeno sostiene que solamente puede ser engendrada por tres, excluyendo la flema o pituita, y su aserción cierta es firmemente sostenida por Valerio y Menardo, al igual que Furcio, Montalto, Montano... ¿Cómo -dicen- puede lo blanco llegar a ser negro?". A pesar de tan incontestable argumento, Hércules de Sajonia y Cardan, Guianerio y Laurencio son (así nos lo dice Burton) de opinión contraria. Confortada por estas reflexiones históricas, mi melancolía, fuera producida por tres o por cuatro humores, se disipó. Como cura para una preocupación excesiva, pocas medidas más efectivas puedo imaginar que un curso sobre tales controversias antiguas.
Pero en tanto que -los placeres triviales de la cultura tienen su lugar en el alivio de los problemas triviales de la vida práctica, los méritos más importantes de la contemplación están relacionados con los males mayores de la vida: la muerte, el dolor y la crueldad y la ciega marcha de las naciones hacia el desastre innecesario. Para aquellos a quienes ya no proporciona consuelo la religión dogmática, existe la necesidad de algún sucedáneo, si la vida no se les hace polvorienta y áspera y llena de agresividad fútil. Actualmente el mundo está lleno de grupos de iracundos y egocéntricos, incapaces de considerar la vida humana como un todo, y dispuestos a destruir la civilización antes que retroceder una pulgada. Para esta estrechez ninguna dosis de instrucción técnica proporcionará un antídoto. El antídoto, en tanto sea cuestión de la psicología individual, ha de hallarse en la historia, en la biología, en la astronomía, en todos aquellos estudios que, sin aniquilar el respeto a la propia personalidad, capacitan al individuo para verse en su verdadera perspectiva. Lo que se necesita no es este o aquel trozo específico de información, sino un conocimiento tal que inspire una concepción de los fines de la vida humana en su conjunto: arte e historia, contacto con las vidas de los individuos heroicos y cierta comprensión de la extrañamente accidental y efímera posición del hombre en el cosmos -todo esto tocado por un sentimiento de orgullo por lo que es distintivamente humano: el poder de ver y de conocer, de sentir magnánimamente y de pensar y comprender-. La sabiduría brota más fácilmente de las grandes percepciones combinadas con la emoción impersonal.
La vida, siempre llena de dolor, es más dolorosa en nuestro tiempo que en las dos centurias precedentes. El intento de escapar al sufrimiento conduce al hombre a la trivialidad, al engaño a sí mismo, a la invención de grandes mitos colectivos. Pero esos alivios momentáneos no hacen a la larga sino incrementar las fuentes de sufrimiento. Tanto la desgracia privada como la pública sólo pueden ser dominadas en un proceso en que la voluntad y la inteligencia se interactúen: el papel de la voluntad consiste en negarse a eludir el mal o a aceptar una solución irreal, mientras que el papel de la inteligencia consiste en comprenderlo, hallar un remedio, si es remediable, y, si no, hacerlo soportable viéndolo en sus relaciones, aceptándolo como inevitable y recordando lo que queda fuera de él en otras regiones, en otras edades, y en los abismos del espacio interestelar.

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