Homenaje a Jerone Salinger

Para los interesados hay mucho más de Salinger en el Emule
La larga puesta de largo de Lois Tagget
J. D. Salinger
Traducción de Javier Marías


Lois Tagget se diplomó en el Colegio de Miss Hascomb, quedando vigésimo sexta de una clase de cincuenta y ocho, y al otoño siguiente sus padres juzgaron que le había llegado la hora de ser presentada, de entrar a la carga, en lo que ellos llamaban Sociedad. Así que le montaron una cosa pija de siete cifras en el hotel Pierre, y excepto por unos cuantos resfriados terribles y excusas del tipo Fred-no-se-ha-encontrado-bien-últimamente, asistió la mayoría del gremio preferido. Lois lucía un vestido blanco, un ramillete de orquídeas prendido y una sonrisa bastante encantadora y torpe. Entre los invitados, los caballeros de edad decían: “Es una Tagget, no cabe duda. “ las damas jóvenes decían: “Eh, Mira a Lois. No está mal. ¿Qué se ha hecho en el pelo?”. Y los caballeros jóvenes decían: “¿Dónde están las bebidas alcohólicas?”.
Aquel invierno Lois hizo lo posible por azotar Manhattan con su falda junto a los jóvenes más fotogénicos de cuantos bebían whisky-con-soda en la sección del Stork Club que juraba por Dios-y-por-Walter Winchell. Se defendió bastante bien. Tenía buen tipo, vestía caro y con buen gusto y se la consideraba inteligente. Aquella fue la primera temporada en la que inteligente era lo que había que ser.
En la primavera, su tío Roger accedió a darle un empleo de recepcionista en una de sus oficinas. Era el primer gran año en el que las debutantes debían Hacer Algo. Sally Walker estaba cantando en el Aberti´s Club por las noches; Phyll Mercer estaba diseñando ropa o algo por el estilo; Allie Tumbleston estaba haciendo aquella prueba cinematográfica. Así que Lois cogió el empleo de recepcionista en la oficina del tío Roger del centro de la ciudad. Llevaba trabajando once días justos, con tres tardes libres, cuando de pronto se enteró de que Ellie Pods, Vera Gallishaw y Cookie Benson iban a irse a Río en crucero. La noticia le llegó a Lois un jueves por la noche. Todo el mundo decía que Río era la mar de divertido. Lois no fue al trabajo a la mañana siguiente. En vez de ello decidió, mientras se pintaba de rojo las uñas de los pies sentada en el suelo, que la mayoría de los hombres que aparecían por la oficina del tío Roger del centro de la ciudad era una panda de memos.
Lois zarpó con las chicas, regresando a Manhattan a principios del otoño, aún soltera, con tres kilos más de peso y sin dirigirle la palabra a Ellie Podds. El resto del año Lois siguió unos cursos en Columbia, tres de los cuales se titulaban Pintores Holandeses y Flamencos, Técnica de la Novela Moderna y Español Cotidiano.
Con la vuelta de la primavera y del aire acondicionado al Stork Club, Lois se enamoró. El era un agente de prensa muy alto llamado Bill Tedderton, con una voz grave y obscena. Desde luego, no era para llevárselo a casa con Mr. Y Mrs. Tagget, pero Lois se figuró que, desde luego, sí era para llevárselo a casa. Estaba muy colada, y Bill, que había dado muchas vueltas desde que saliera de Kansas City, se entrenó a mirar a los ojos de Lois con suficiente profundidad para ver la puerta de la cámara acorazada familiar.
Lois se convirtió en Mrs. Tedderton, y los Tagget no hicieron gran cosa al respecto. Ya no se llevaba armar un escándalo si la hija de uno prefería al repartidor del hielo antes que a aquel chico Astorbilt tan agradable. Todo el mundo sabía, por supuesto, que los agentes de prensa eran repartidores de hielo. La misma cosa.
Lois y Bill cogieron un piso en Sutton Place. Era un alquiler de tres habitaciones y cocina pequeña, y los armarios eran lo bastante grandes para dar cabida a los vestidos de Lois y a los trajes de anchas espaldas de Bill.
Cuando sus amigas le preguntaban si era feliz, Lois respondía: “Locamente.” Pero no estaba completamente segura de si era locamente feliz. Bill tenía la más espléndida percha de corbatas que pudiera imaginarse: llevaba unas camisas de popelín tan lujosas; era tan maravilloso, tan dominante, cuando hablaba con la gente por teléfono; tenía un modo tan fascinante de colgar sus pantalones. Y era tan dulce en… bueno, ya saben… en todo. Pero…
Luego, de pronto, Lois tuvo la certeza de ser Locamente Feliz, porque un día, poco después de casarse, Bill se enamoró de Lois. Al levantarse para ir al trabajo una mañana echó un vistazo a la otra cama y vio a Lois como nunca la había visto antes. Tenía la cara aplastada contra la almohada, hinchada, deformada por el sueño, los labios secos. En su vida tuvo peor aspecto… y en aquel instante Bill se enamoró de ella. Estaba habituado a mujeres que no le dejaban mirarles bien la cara por la mañana. Miró fijamente a Lois durante un largo momento, pensó en el aspecto que tenía mientras bajaba en el ascensor; luego en el metro, se acordó de una de las preguntas disparatadas que Lois le había hecho la otra noche. Bill no pudo evitar soltar en el metro una sonora carcajada.
Cuando aquella noche llegó a casa, Lois estaba sentada en el sillón Morris. Tenía los pies, calzados con unas babuchas rojas, escondidos debajo de ella. Simplemente estaba allí sentada limpiándose las uñas y escuchando rumbas de Sancho en la radio. Nunca en su vida fue Bill tan feliz como al verla. Tenía ganas de saltar. Tenía ganas de rechinar los dientes y luego soltar una enloquecida, aguda nota de entusiasmo. Pero no se atrevió. No le habría resultado fácil explicarlo. No podía decirle a Lois: “Lois, por primera vez te amo. Pensaba que no eras más que una pelma simpática. Me casé contigo por tu dinero, pero ahora eso me trae sin cuidado. Tú eres mi amor. Mi novia. Mi mujer. Mi niña. Oh, dios, qué feliz soy.” No podía decirle eso, por supuesto: así que se limitó a acercarse a donde ella estaba sentada, muy como quien no quiere la cosa. Se inclinó, la besó, tiró suavemente de ella para ponerla de pie. Lois dijo: “¡Eh! ¿Qué pasa?” Y Bill la hizo bailar la rumba con él por toda la habitación.
Durante los quince días siguientes al descubrimiento de Bill, Lois no podía ni estar ante el mostrador de guantes de Saks’ sin silbar entre dientes Begin the Beguine. Empezaron a caerle bien todas sus amigas. Tenía una sonrisa para los revisores de los autobuses de la Quinta Avenida: sentía mucho no llevar nada suelto cuando les alargaba billetes de dólar. Daba paseos hasta el zoo. Hablaba por teléfono con su madre a diario. La madre se convirtió en una Persona Estupenda. El padre, advirtió Lois, trabajaba demasiado. Los dos debían tomarse unas vacaciones. O al menos venir a cenar el viernes por la noche, y nada de discusiones, venga.
Dieciséis días después de que Bill se enamorara de Lois, ocurrió algo terrible. Aquella decimosexta noche, ya tarde, Bill estaba sentado en el sillón Morris, y Lois estaba sentada sobre su regazo, la cabeza apoyada en su hombro. De la radio salía en cascada el suave trompeteo de la orquesta de Chick West. Chick en persona, con sordina en la trompeta, se estaba encargando del estribillo de ese viejo y fabuloso tema, Smoke Gets in Your Eyes.
-Oh, cariño- susurró Lois.
-Amor- respondió Bill suavemente.
Salieron de un apasionado abrazo. Lois volvió a poner la cabeza sobre el gran hombro de Bill. Bill cogió su cigarrillo del cenicero. Pero en vez de darle una calada, lo sostuvo entre los dedos, como si fuera un lápiz, e hizo con él pequeños círculos en el aire justo encima del dorso de la mano de Lois.
-Mejor no- dijo Lois, con fingida alarma-. Que te quemas, que te quemas.
-Pero Bill, como si no hubiera oido, deliberadamente, y sin embargo casi distraídamente, hizo lo que tenía que hacer. Lois dio un grito espantoso, se levantó de un brinco y salió como una loca de la habitación.
Bill aporreó la puerta del cuarto de baño. Lois había echado el pestillo.
-Lois. Lois, amor. Cariño. Te lo juro por Dios. No sabía lo que hacía. Lois. Cariño. Abre la puerta.
En el cuarto de baño Lois estaba sentada en el borde de la bañera y miraba fijamente el cesto de la ropa sucia. Con la mano derecha se apretaba la otra, la lastimada, como si la presión pudiera parar el dolor o deshacer lo que había sido hecho.
Al otro lado de la puerta, Bill seguía hablándole con la boca seca.
-Lois, Lois, por Dios. Te digo que no sabía lo que hacía. Lois, por amor de Dios, abre la puerta. Por favor, por amor de Dios.
Por fin, Lois salió y se echó en brazos de Bill.
Pero una semana más tarde volvió a ocurrir lo mismo. Sólo que no con un cigarrillo. Un domingo por la mañana Bill estaba enseñándole a Lois a manejar un palo de golf. Lois quería aprender a jugar, porque todo el mundo decía que Bill era un hacha. Estaban los dos en pijama y descalzos. Lo estaban pasando en grande. Risitas, besos, carcajadas, y por dos veces tuvieron que sentarse los dos, de tanto que se reían.
Entonces Bill, de pronto, abatió la punta de la cabeza de su palo del 2 sobre el pie descalzo de Lois. Por fortuna, su palanca fue defectuosa, porque pegó con todas sus fuerzas.
Aquello sí lo logró, desde luego. Lois volvió a su antiguo cuarto en el piso de su familia. Lois pudo volver a caminar, su padre le dio al instante un cheque de mil dólares. “Cómprate algunos vestidos”, le dijo. “Anda.” Así que Lois se fue a Saks’ y a Bonwit Taller’s y se gastó los mil dólares. Ahora tenía mucha ropa que ponerse.
Aquel invierno no nevó mucho sobre Nueva York, y Central Park no tuvo nunca el aspecto debido. Pero hacía un tiempo muy frío. Una mañana, al mirar por su ventana que daba a la Quinta, Lois vio a alguien que paseaba un terrier con pelo de alambre. Pensó: “Quiero un perro”. Así que aquella tarde se fue a una pajarería y se compró un terrier escocés de tres meses. Le puso un collar rojo vivo y una correa, y se llevó en taxi a casa al gimoteante animal.
-¿Verdad que es un amor?- le preguntó a Fred, el portero.
Fred acarició el perro y dijo que, desde luego, era una cosita monísima.
-Gus- dijo Lois encantada-, saluda a Fred. Fred, saluda a Gus.
Arrastró al perro hasta el ascensor.
-Adentro, Gussie- dijo Lois-. Adentro, vamos, ricura. Sí. Eres una ricura. Eso es lo que eres tú. Una ricura.
Gus se quedó temblando en medio del ascensor y mojó el suelo.
Lois lo regaló unos días más tarde. Después de que Gus se negara firmemente a adoptar las costumbres de la casa. Lois empezó a estar de acuerdo con sus padres en que era cruel tener a un perro en la ciudad.
La noche que regaló a Gus, Lois les dijo a sus padres que era una bobada esperar hasta la primavera para ir a Reno. Era mejor acabar de una vez. Así que a primeros de enero Lois voló al este. Se alojó en un rancho para turistas justo en las afueras de Reno y conoció a Betty Walker, de Chicago, y a Sylvia Haggerty, de Rochester. Betty Walker, cuya sagacidad era tan penetrante como un cuchillo de goma, le contó a Lois una o dos cosas acerca de los hombres. Sylvia Haggerty era una morenita regordeta y callada, y nunca decía gran cosa, pero era capaz de beberse más whiskys-con-soda que ninguna otra chica que Lois hubiera conocido nunca. Cuando las tres obtuvieron sus divorcios, Betty Walker dio una fiesta en el Barclay de Reno. Los chicos del rancho fueron invitados, y Red el guapo, realizó un gran despliegue con Lois, pero en buen plan.planan. “¡No te me acerques!”, le gritó de repente Lois a Red. Todo el mundo dijo que Lois era una borde. No sabían que les tenía miedo a los hombres guapos y altos.
Volvió a ver a Bill, por supuesto. Unos dos meses después de que regresara de Reno, Bill se acercó a su mesa en el Stork Club.
-Hola, Lois.
-Hola, Bill. Preferiría que no te sentaras.
-He estado yendo a ver al psicoanalista ese. Dice que se me pasará.
-Me alegra saberlo, Bill, estoy esperando a gente. Vete, por favor.
-¿Querrás almorzar conmigo algún día?- preguntó Bill.
-Bill, acaban de llegar. Vete, por favor.
Bill se levantó.
-¿Te puedo llamar?- preguntó.
-No.
Bill se fue, y Middie Weaver y Liz Watson se sentaron. Lois pidió un whisky-con-soda, se lo bebió y luego otros cuatro iguales. Cuando salió del Stork Club se sentía bastante borracha. Caminó y caminó. Por fin, se sentó en un banco delante de la jaula de las cebras del zoo. Se quedó allí sentada hasta que estuvo sobria y las rodillas hubieron dejado de temblarle. Luego se fue a casa.
Casa era un lugar con padres, comentaristas de noticias en la radio y doncellas almidonadas que se te acercaban siempre por la izquierda para ponerte delante un vasito enfriado de jugo de tomate.
Después de la cena, al volver Lois del teléfono, Mrs. Tagget levantó la vista de su libro y preguntó:
-¿Quién era? ¿Carl Curfman?
-Sí- dijo Lois sentándose-. Vaya memo.
-No es un memo- la contradijo Mrs. Tagget.
Carl Curfman era un joven bajo y de tobillos gruesos que siempre llevaba calcetines blancos porque los calcetines de color le irritaban los pies. Estaba lleno de información. Si pensabas ir en coche al partido del sábado, Carl te preguntaba por qué ruta pensabas ir. Si decías: “No lo sé. Supongo que por la Ruta 26.”, Carl te aconsejaba vivamente que en lugar de aquella tomaras la Ruta 7, y sacaba una libreta y un lápiz y te hacía un gráfico de la cosa entera. Le agradecías profusamente la molestia, y él hacía una especie de gesto de asentimiento rápido con la cabeza y te recordaba que por nada del mundo torcieras en la autopista de Cleveland, pese a las señales de carretera. Carl te daba siempre un poco de lástima cuando guardaba su libreta y su lápiz.
Varios meses después de que Lois hubiera vuelto de Reno, Carl le pidió que se casara con él. Se lo planteó con una negativa. Acababan de salir de un baile de ca­ridad en el Waldorf. La batería del sedán de Carl se había descargado, y él había empezado a ponerse todo ner­vioso, pero Lois dijo:
-Tómatelo con calma, Carl. Primero vamos a fumar­nos un cigarrillo.
Se quedaron en el coche fumando cigarrillos, y fue entonces cuando Carl se lo planteó a Lois con una negativa.
- Tú no querrías casarte conmigo, ¿ verdad. Lois?
Lois lo había estado mirando fumar. Carl no se tra­gaba el humo.
-Caramba. Carl. Eres un encanto, por pedírmelo. Lois llevaba mucho tiempo sintiendo venir la pre­gunta; pero nunca había llegado a planear una respuesta.
-Haría lo que fuera para hacerte feliz, Lois. Quiero decir que haría lo que fuera.
Cambió de postura en el asiento, y Lois pudo ver sus calcetines blancos.
-Eres un verdadero encanto por pedírmelo, Carl -dijo Lois-. Pero es que todavía no quiero pensar en el matrimonio durante una temporada.
-Claro -dijo Carl rápidamente.
-Eh -dijo Lois-, hay un garage en la esquina de 50 con Tercera. Bajo andando contigo.
Un día, a la semana siguiente, Lois almorzó en el Stork con Middie Weaver. Middie Weaver desempeñaba en la conversación la función de asentidora y quita-ce­niza-del-cigarrillo. Lois le dijo a Middie que al principio había pensado que Carl era un memo. Bueno, no un memo exactamente, pero, bueno, Middie ya sabia lo que Lois quería decir. Middie asintió y quitó la ceniza de su cigarrillo. Pero no era un memo. Era sensible y tímido. y tremendamente dulce. Y tremendamente inteligente. ¿Sabia Middie que Carl llevaba realmente Curfman e Hi­jos? Sí. Realmente lo llevaba él. Y además era un baila­rín maravilloso. Y realmente tenía un pelo muy bonito. De hecho lo tenía rizado cuando no se lo planchaba. Realmente era un pelo precioso. Y no era realmente gordo. Era sólido. Y era tremendamente dulce.
Middie Weaver dijo:
-Bueno. a mí Carl siempre me cayó bien. Me parece una persona estupenda.
Lois pensó en Middie Weaver durante el trayecto de vuelta a casa en el taxi. Middie era fabulosa. Middie era realmente una persona fabulosa. Tan inteligente. Había tan poca gente inteligente, realmente inteligente. Middie era perfecta. Lois esperaba que Bob Walker se casara con Middie. Ella era demasiado buena para él. El muy rata.
Lois y Carl se casaron en primavera, y menos de un mes después de casarse, Carl dejó de llevar calcetines blancos. También dejó de llevar cuello de pajarita con el smoking. Y dejó de dar indicaciones a la gente para llegar a Manasquan evitando la ruta de la costa. Si la gente quiere tomar la ruta de la costa, déjales que la tomen, le dijo Lois a Carl. También le dijo que no le prestara más dinero a Bud Masterson. Y cuando Carl baila­ba. quería hacer el favor de dar pasos más largos. Si Carl se fijaba, sólo los hombres bajos y gordos trotaban por la pista. Y si Carl seguía poniéndose aquella sustancia grasienta en el pelo, Lois enloquecería.
No llevaban casados tres meses cuando Lois empezó a ir al cine a las once de la mañana. Se sentaba arriba en los palcos y empalmaba un cigarrillo detrás de otro. Era mejor que quedarse sentada en el maldito piso. Era mejor que ir a ver a su madre. En la actualidad su ma­dre poseía un vocabulario de cuatro palabras consisten­te en: “Querida. estás demasiada delgada.” Ir al cine era también mejor que ver a las chicas. Tal como estaban las cosas, Lois no podía ir a ninguna parte sin tropezar­se con una de ellas. Eran todas tan bobas.
Así que Lois empezó a ir al cine a las once de la mañana. Se veía el programa entero y luego iba al lavabo de señoras y se peinaba y se retocaba el maquillaje. Entonces se miraba al espejo y se preguntaba: “Bueno. ¿qué diablos debería hacer yo ahora?”.
A veces Lois se metía en otro cine. A veces se iba de compras, pero en la actualidad rara vez veía nada que le apeteciera comprar . A veces quedaba con Cookie Ben­son. Si Lois se ponía a pensarlo, Cookie era la única de sus amigas que era inteligente, realmente inteligente. Cookie era fabulosa. Un sentido del humor fabuloso. Lois y Cookie podían pasarse horas sentadas en el Stork Club, contándose chistes verdes y criticando a las ami­gas.
Cookie era perfecta. Lois se preguntaba por qué nun­ca antes le había caído bien Cookie. Una persona estu­penda e inteligente como Cookie.
Carl se quejaba frecuentemente ante Lois de sus pies. Una noche que se habían quedado en casa, Carl se quitó los zapatos y los calcetines negros, y se examinó cuidadosamente los pies descalzos. Descubrió a Lois mi­rándole de hito en hito.
-Me pican -le dijo riéndose a Lois-. Es que no puedo llevar calcetines de color .
-Son imaginaciones tuyas -le dijo Lois.
-A mi padre le pasaba lo mismo -dijo Carl-. Di­cen los médicos que es un tipo de eccema.
Lois trató de que su voz sonara desenfadada.
-Por el acaloramiento con que te lo tomas, creería uno que tenías lepra.
Carl se rió.
-No -dijo. todavía riendo-, me cuesta creer que sea lepra.
Cogió su cigarrillo del cenicero.
-Dios santo -dijo Lois, forzando una risita-. ¿Por qué no te tragas el humo al fumar? ¿Qué placer puedes sacarle a fumar si no te tragas el humo?
Carl volvió a reír y examinó la punta de su cigarrillo, como si la punta de su cigarrillo pudiera tener algo que ver con que él no se tragara el humo.
-No lo sé -dijo riendo-. Nunca me lo tragué.
Cuando Lois se enteró de que iba a tener un niño, dejó de ir tanto al cine. Empezó a quedar mucho a almorzar con su madre en Schrafft's. donde comían ensaladas y hablaban de ropa premamá. Los hombres se le­vantaban en los autobuses para cederle el asiento a Lois. Los ascensoristas le hablaban con un nuevo y sereno respeto en sus voces neutras. Con curiosidad, Lois empezó a fisgar bajo las capotas de los cochecitos de niños.
Carl dormía siempre profundamente. y nunca oía a Lois llorar durante su sueño.
Cuando nació el niño, en términos generales se habló de él como de un amor. Era un niñito gordo con orejas diminutas y pelo rubio, y baboseaba dulcemente para todos aquellos a los que les gustaba que los bebés babosearan dulcemente. Lois lo adoraba. Carl lo adoraba. Las familias políticas lo adoraban. Era, en suma, un producto de lo más logrado. Y a medida que pasaban las semanas, Lois descubría que no podía besar a Thomas Tagget Curfman ni la mitad de lo que quería. Que no podía acariciarle lo bastante el culito. Que no podía hablar­le lo bastante.
-Si. Alguien va a darse un bañito. Bertha, el agua está demasiado caliente. Me da igual, Bertha. Está demasiado caliente.
Por fin una vez Carl llegó a casa a tiempo de ver a Tommy darse su bañito. Lois sacó la mano de la bañera facultativa y señaló a Carl con el dedo mojado.
-Tommy . ¿Quién es ése? ¿Quién es ese hombre grande? Tommy. ¿quién es ése?
-No me conoce -dijo Carl. pero con esperanza.
-Ese es tu papá. Ese es tu papá, Tommy.
-No me conoce ni por asomo -dijo Carl.
-Tommy . Tommy. mira donde señala mamá. Mira a papá. Mira al hombre grande. Mira a papá.
Aquel otoño su padre le regaló a Lois un abrigo de visón, y si hubieran vivido ustedes cerca de la esquina de 74 con Quinta, muchos jueves podrían haber visto a Lois con su abrigo de visón, empujando un gran cochecito negro a través de la Avenida en dirección al parque. Entonces, por fin lo logró. Y cuando lo hizo, todo el mundo pareció estar al tanto. Los carniceros empezaron a darle a Lois las mejores piezas de carne. Los taxistas empezaron a hablarle de las toses de sus críos. Bertha, la doncella, empezó a limpiar con un paño mojado en vez de con un plumero. La pobre Cookie Benson, en me­dio de sus trompas lloronas, empezó a llamar por teléfono a Lois desde el Stork Club. Las mujeres, en gene­ral, empezaron a fijarse más en la cara de Lois que en su ropa. Los hombres de los palcos de los teatros, al mi­rar hacia abajo a las mujeres del auditorio, empezaron a reparar en Lois, si no por otra cosa que porque les gus­taba su manera de ponerse las gafas.
Ocurrió unos seis meses después de que el joven Thomas Tagget Curfman se diera una vuelta rara mien­tras dormía y una peluda manta de lana extinguiera su pequeña vida.
Una noche, el hombre que Lois no amaba estaba sen­tado en su sillón, mirando fijamente un dibujo de la al­fombra. Lois acababa de entrar procedente de] dormito­rio, donde se había pasado casi media hora mirando por la ventana. Se sentó en el sillón enfrente de Carl. Nunca en su vida había tenido un aspecto más estúpido y zafio. Pero había una cosa que Lois tenia que decirle. Y de pronto fue dicha.
-Ponte tus calcetines blancos. Anda -dijo Lois con calma-. Póntelos, querido.

Pd: Una prueba fehaciente de que los cuentos no tienes que ser redondos o exactos, al modo de Chejov, este comentario va para algunos preciosistas que le buscan la quinta pata al gato, en el momento de criticar los trabajos de los demás escritores. En mi opinión muy personal, los críticos de medio pelo más de las veces todo lo saben, en todo se fijan, en la coma que no debe estar allí sino más bien allá, que está frase debié ser construida mejor así: ja, pelotudeces de tipos que son incapaces de escribir una historia, porque no tienen ni la imaginación, ni el talento, y mucho menos la disciplina para entrar al ruedo y tratar de convertirse en un escritor consagrado. Señores críticos de medio pelo, simplemente no jodan con su mediocridad al resto de escritores de nuevo cuño; que no se puede seguir manteniendo el estilo de La Odisea, ni de esos viejos moralistas, con sus frases para retrasados mentales. Ya no hay mariposas, ni pajaritos en el aire, ahora hay violencia en las calles, la gente se droga como desesperados, hay gente gorda, estúpida, materialista, capaces de realizar las peores atrocidades a sus familias y a sus conocidos con tal de ellos siempre quedar bien; o sea que no pidan que se escriba al estilo de los libros de auto-ayuda, o huevonadas que son del gusto de las niñas pijo. En fin, un no, rotundo a la literatura edulcorada, por suerte siempre hay escritores independientes y, si las editoriales no quieren publicar tus trabajos, no importa por suerte ya existen los blogs. Je Je.

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