Las nuevas costumbres de Sullana









Sullana una ciudad sin ley o un pueblo surrealista
Por Eduardo Valdivia Sanz

Estaba en casa dedicado a corregir un cuento, cuando de pronto oí un griterío desde la calle. Usualmente, me importa poco lo que ocurre fuera de los muros de mi casa, pero como el día anterior, luego de tener una mañana de perros, haciendo colas en una institución del estado peruano, para hacer un trámite que en cualquier parte del globo se hubiera podido realizar con un simple clic en el ordenador, llegué cansado a mi hogar, para darme con la sorpresa de que era primero de octubre y que era el aniversario del club deportivo Jorge Chávez, club que por cierto creo que juega en la cuarta división de fútbol si eso fuera posible, esos promotores del balompié de provincia tienen por horror realizar cada año una fiesta callejera para festejar su aniversario institucional, y como estos hechos sólo suceden en el tercer mundo, los directivos del club, sacan un permiso a no sé que autoridad y cierran la calle Grau, paralela, a la calle donde está mi castillo, y cáspita, recorcholis y santos calamares en su tinta, los socios del bendito club, contratan al grupo chicha de moda y que se joda el resto de vecinos, porque ellos van a seguir con su música tropical andina hasta que los señores tengan a bien, ayer tuvieron a bien que fuese hasta las dos de la mañana, y por San Hilarión, patrono de la gente trabajadora, perturbaron el sueño de los que debían laborar, y sí, dando muestras del porqué somos un país surrealista, y porque nos falta un millón de años luz para salir del universo de la pobreza, se despacharon horrores musicales como la culebrítica, mujer pecadora, los infaltables temas de Armonía 10 y del Grupo Cinco, en tanto que en casa, de primera intención, decidí ignorarlos, pero con ese ruido infernal, no podía leer, ver tele ni escuchar música, pero así y todo, para resistir la acometida musical telúrica, cargué en el winamp el disco de Metalica, Master of puppets, tratando de alejar esos ritmos que francamente toda mi vida he detestado, quizá no tanto como el raggaeton, pero por allí va. Por Santa Rita de Casia, interceptora de las causas perdidas, que nochecita que tuve, entonces regresando a esta tarde, nos quedamos en el griterío en la calle; qué era esa zarabanda, ese ruido, esa bulla como dicen por aquí, ese quilombo, ese chongo, ese burdel, créanlo o no, era un entierro. Sí nada menos, que un cortejo fúnebre, con mototaxis, un parlante gigantesco con el cual los presentes gritaban que viva Juan Vereche y la gente, al borde de un ataque de histeria, daba vivas al mejor estilo de una marcha de profesores huelguistas del sutep. Joder, para que luego los que me conocen no digan que invento anécdotas, y que hablo mal de las costumbres de mi tierra, me remito a las fotos que ustedes sabrán juzgar en su exacta dimensión. Y sí, no lo oculto, no gusto de las sobredosis de folclor: que la gente tiene todo el derecho de enterrar a sus muertos pero no el derecho de paralizar el tráfico y molestar a los demás.

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