Poesía Indie


Para comprar unas alas
Por Eduardo Valdivia Sanz
Cuando era niña quería volar
convertirme en una mariposa
en cualquier ser con alas,
quería volar lejos de casa,
de mi padre, de mi ciudad.
Nunca supe el porqué
mi padre debía golpear
nunca lo supe de verdad,
no era ni más lista ni más tonta
que cualquier otra chica de mi calle,
quería un novio bueno,
una casa con jardín,
guardaba tantos sueños
en una lata de galletas.
El único ángel de mi calle
era el viejo Arón,
un viejito de ojos azules,
había estado en la guerra,
después de los campos de alambrados
supo que el aire era bueno,
que el sol era bueno
que los helados en verano
son un regalo de la vida.
No se metía con nadie.
Mi padre le temía,
le temía a su voz suave
y melodiosa,
le temía
a esos números tatuados
en el brazo,
Arón lo miraba de un modo
que le desarmaba la borrachera,
lo tocaba con la mirada
y mi padre veía trenes y dolor.
Más dolor del que podía haber
en mi calle,
más dolor del que podía caber en mi ciudad.
Para ese momento mi padre
ya había perdido su furia,
no sabía cómo justificar su fracaso
ante el viejito
que podía inexplicablemente seguir riendo.
Mi padre se iba,
se sentía un hombre débil,
se alejaba como un perro apaleado,
como si un gigante lo hubiera cogido
entre sus dedos y no lo hubiera aplastado.
Cuando aquello ocurría,
mi padre me reprendía con su rabia guardada,
mi padre no era un gigante,
era un hombrecito,
casi un ratoncito;
llegaba en la oscuridad
cuando yo dormía,
golpeaba,
mi sangre era caliente,
y él sentía que le cobraba al viejito,
que le cobraba a la vida.
Me daba pena mi padre,
sabía que los hombres del taller
se reían de su gran nariz,
de su calvicie.
Yo no lloraba era fuerte,
algún día me saldrían alas
y volaría lejos.
Una mañana
que mi padre no estaba en casa
alguien tocó mi puerta
era una señora guapa,
de grandes ojos
y cejas pobladas,
dijo que era mi madre,
mostró una fotografía
yo estaba allí era pequeña.
Mi padre se veía fuerte, pacífico,
ella dijo te llevaré a tu jardín,
toma tu lata de los sueños,
partiremos lejos.
Ese día lloré y llevé a mi madre
donde el viejito de mi calle,
lo abracé y le dije adiós.
Entonces, no lo sabía,
la muerte es una señora bonita;
tengo ahora alas,
cuando el viejo Arón duerme
me gusta ir a conversar.

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