Cuento extraído de Los sueños del alfil rojo

LOS ADORADORES DEL CARNERO

Por Eduardo Valdivia Sanz

Hoy soy viejo, mi voz se casca, y mis ojos pierden su brillo, pero a pesar de que ha pasado tiempo desde el día en que los adoradores del carnero asaltaron el reino de Micomicón, recuerdo todavía que en aquella época los edecanes de palacio creyeron que aquellos hombres que vivían entre los escorpiones y las arenas del desierto se encontraban perturbados por la conjunción entre Marte y Saturno; y que una vez terminada la alineación maléfica de los planetas, los ataques a nuestra frontera habrían de acabar.

Pero no fue así, los ministros pasaron por alto los informes de los espías en los que advertían que los moradores del desierto ensayaban maniobras militares para iniciar una guerra. Nadie en la corte escuchó los hechos, además de esto, era imposible entrever que demonios venidos del cielo habían facilitado a los bárbaros de las arenas el elíxir de la ciencia, para de ese modo convertirlos en seres más inteligentes y, a la vez, de mayor agresividad. No cabe duda de que un conjunto de fuerzas oscuras terminó derrumbando a nuestro feliz reino.

Sin romper el orden de mi historia, la princesa Micomicona, fiel creyente del Dios que no necesita de sacrificios de carne para ser adorado, guardaba la esperanza en su Señor. Y no temió la tarde en que la cabeza del general Asdrúbal, tres veces galardonado como el más noble guerrero de Micomicón, fue traída, como un claro mensaje de fuerza por los embajadores del cordero, en una bandeja de plata, acompañada, de una insultante cursiva en la que exigían al príncipe regente que depusiera las armas, porque si no actuaba tal y como recomendaban los hijos del desierto, estos prometían conquistar a sangre y fuego a nuestras comarcas.

Inútil fue que la soberana aconsejase prudencia para tratar a los embajadores de los bárbaros; por más que nuestra señora interpuso razones de agudeza poco común, Alíbayabar, regente del reino, dejándose llevar por sus arrebatos de siempre, mandó a que los emisarios fueran decapitados para servir de escarmiento a todo aquel que intentase oponerse al poder de los micomicones.

La consorte del regente luego de saber que los restos de los embajadores habían sido expuestos en las principales plazas del reino, comprendió que la guerra con los hijos del desierto iba a ser terrible, y que la suerte de la dinastía estaba en las manos de Dios.

Ahora bien, los adoradores de la bestia al enterarse de que sus propuestas de paz habían sido rechazadas, decidieron que las ciudades que cayesen en las manos de los guerreros del oscuro, debían ser quemadas hasta los cimientos. De ese modo, como en una sucesión de acontecimientos sobre los cuales ya se había perdido el control; muchas de nuestras villas vieron llover fuego del cielo, como si estuvieran padeciendo un castigo divino; por esos días de oscuridad, los bárbaros arrasaron con bibliotecas enteras sin considerar que muchos de los ejemplares que guardábamos como tesoros, invaluables, eran únicos e irrepetibles. Así y todo, los hijos de Sheitan no escucharon razones, y con palabras altisonantes, respondían: no es necesario ningún otro libro que no sea el del carnero, todo lo que el hombre necesita saber ya está escrito entre sus líneas, todo lo que no está escrito allí es mejor que perezca en las llamas para no fatigar a la raza con lecturas fútiles.

Apretando los puños y los dientes, los hombres de Micomicón, tuvimos que aceptar que la ciudad de Marcadia, la joya del reino, había sido destruida por los infieles y que miles de sus habitantes habían sido degollados en una carnicería que duró un poco más de un ciclo de la luna. El resto de los súbditos del reino al saber la suerte que les esperaba de no presentar batalla contra los invasores, redoblaron su resistencia a fin de expulsar de nuestras tierras a los habitantes del desierto, aun con todo, pese a lo cruento de la guerra, nunca imaginamos que los hijos de las arenas auxiliándose de máquinas monstruosas pudieran derribar murallas arrojando bolas de metal.

Contra todo lo esperado, la fuerza de los conquistadores era imparable, y numerosos regimientos del reino se rindieron. El telón cayó y, paralelamente, a los hechos que en los campos de batalla ocurrían, los pobladores del reino empezaron a aceptar la opresión extranjera aún a sabiendas de que debían entregar, como pago de paz, a sus mujeres embarazadas, para que los sacerdotes del vacuo extrajeran los cuerpos de los no nacidos, a fin de licuarlos y preparar un caldo demoniaco que era la base de la fórmula del elíxir de la ciencia del maligno. A pesar de los horrores ya ocurridos en el reino, lo peor estaba por llegar. Algunos de los cortesanos del regente valiéndose de tropas mercenarias asaltaron el palacio Micomicón y tomaron prisionero a Alíbayabar junto con los pocos nobles que permanecieron leales a su señor.

A partir de aquel día descendió la oscuridad sobre el reino, y lo recto se convirtió en obtuso. Acercando lo imposible a lo posible, los conspiradores entregaron al príncipe a los lacayos de la bestia, pero El Todopoderoso permitió que el heredero del trono pudiera huir acompañado de unos cuantos sirvientes rumbo a las tierras de occidente.

Desde aquel momento, todo fue lamento por las calles de las ciudades de Micomicón, dado que la casta que había gobernado por más de quinientos años al reino había caído en desgracia por las intrigas de unos hombres traidores y cobardes. Con tristeza, los edecanes de palacio contemplaron cómo el príncipe y los pocos patricios que mantuvieron su devoción a la dinastía, fueron llevados a las mazmorras, al igual que simples criminales.

En esos días de oscuridad, ninguno de los prisioneros fieles al reino se salvó, a todos los decapitaron; incluso la princesa Micomicona fue entregada al verdugo y a su hacha. Se me ofrece a la memoria, que antes de morir la más bella de las mujeres del reino alcanzó a gritar: resistan hijos míos. Luego que la cabeza de la noble fuera mostrada a la multitud se escuchó el más absoluto silencio por todos los rincones del reino; había concluido una época dorada, empezaba la era del terror.

A las dos semanas de la muerte de los príncipes de Micomicón, la revolución entre los campesinos estalló, con todo nada pudieron hacer los hombres de campo contra las poderosas armas de los servidores del demonio. De hecho, los hombres leales a la corona fueron vencidos con facilidad; y fue así que en los meses venideros miles de personas fueron ejecutadas frente a los altares del inmundo.

A partir de aquella revuelta, nadie levantó la cabeza en nuestras comarcas, y los conquistadores se dedicaron a instaurar su opresión: los templos del Todopoderoso fueron profanados del modo más vil que se pueda imaginar. Sin tener consideración alguna, los altares de nuestro Dios fueron convertidos en lupanares. Como si los temores más terribles de nuestras pesadillas se hubiesen hecho realidad, rameras y afeminados se paraban en las puertas de los templos para dedicarse a vender su carne. Lo blanco se volvió negro y los corazones del reino se ulceraron de indiferencia.

Haciendo una recapitulación de los hechos de mi pueblo, los opresores alentaron los juegos de azar para incrementar la riqueza de las arcas de los sacerdotes del oscuro. Todo súbdito debía comprar la inmunda lotería de los extranjeros, si es que no deseaba ser considerado enemigo del nuevo orden. Los hombres del ex reino de los micomicones que resistieron a las nuevas leyes, les quitaron a sus hijas para prostituirlas en los templos de la oscuridad, y no podían abandonar la tutela de los sacerdotes hasta que éstas juntasen lo que la ley demandaba como resarcimiento por haber faltado a la voluntad de la bestia. Muchos padres de Micomicón prefirieron darle muerte a su descendencia femenina para librarlas del infortunio de ver como caían en la humillación de transgredir todos los valores que antes habían hecho grandes al reino: un rey, un solo Dios, una sola mujer y una sola familia. No obstante, a pesar de la fidelidad de unos pocos valientes que rechazaron las perversas leyes, les confiscaron sus bienes además de cortarles las manos. Desde ese momento, ante tales sucesos de infortunio moral, los demás súbditos ya sin fuerzas, y quebrantados en la realidad de la desesperanza, empezaron a comprar, la lotería.

Nunca es poco el mal que se puede hacer sentir a los hombres, siempre hay un poco más de dolor que se puede añadir a los padecimientos de la especie, así que los nuevos amos no contentos con las humillaciones que ya nos habían inferido, llenaron de corrupción las calles de nuestras ciudades: en las plazas los opresores de nuestras tierras colgaban listas en las que aparecían, los nombres de los enemigos del opaco. Si algún hijo veía que su padre caía en desgracia ante los invasores, su misma sangre lo traicionaba para reclamar la recompensa y de ese modo tener la seguridad de no ser entregado por otro súbdito de mentalidad más práctica. Entre tanta sangre y horror, se olvidó la misericordia del hombre para con el hombre, y fue así que por primera vez, que los hijos del ex reino de los micomicones vimos en los ojos de nuestros hermanos a nuestros enemigos. Simplemente, nadie estaba seguro, sólo los que tenían la marca del sombrío disfrutaban de todos los derechos y privilegios. No obstante, a pesar de las persecuciones llevadas a cabo por las tropas de la bestia, miles de súbditos prefirieron morir antes de quebrantar los pactos de sus antepasados.

Sin orgullo debo decir que durante siete años vivimos, como animales; hasta que llegó la nueva de que el heredero al trono había regresado con un ejército para recobrar su reino. Ahora, me viene al pensamiento, el arribo de las nuevas a la capital del ex imperio de los micomicones: los soldados de los usurpadores estaban rebelándose contra sus oficiales a fin de unirse al ejército libertador. No había certeza en tales rumores, aunque con todo, pese a los contradictorios informes de los espías; en la ciudad principal del reino se vio movimientos inusuales de tropas y un creciente nerviosismo entre los conquistadores. En más de un sentido, en el aire se presentía el fin de los adoradores de la bestia.

A los dos mil seiscientos setenta y tres días de la caída de los micomicones, las calles de la capital amanecieron desiertas, las guarniciones habían abandonado sus puestos, pero lo más sorprendente fue que el tercio de la población que aceptó la marca de las tinieblas apareció, muerta; sus cuerpos se habían convertido en ceniza.

Los que habíamos servido al ángel caído vimos llegar con miedo al ejército liberador; eran miles de caballeros con armaduras brillantes, marchando con ingenios de muerte que mi razón no sabría describir usando las palabras, sea por carecer de los conceptos precisos para expresar lo que mis ojos veían, sea por el terror de saber que al fin había llegado la hora de la justicia para cada uno de los hombres del reino. Entonces, si mi memoria no traiciona mis recuerdos, a la cabeza de tan soberbio ejército, marchaba el rey Utukhegal, portando el estandarte de la casa de los micomicones, el león de fauces de fuego y la blanca paloma del espíritu santo. Al lado de él cabalgaba el gestor de la expedición contra los adoradores del demonio, era un hidalgo de más allá de las Columnas de Hércules. Su nombre era Don Quijote de la Mancha. Ha pasado muchos años desde aquellos hechos, ya es tarde para mí, bebí del elíxir del mal; asesiné a niños y oprimí a mi pueblo. No tengo sosiego, pese a que escapé de mis verdugos; sé que arderé por toda la eternidad en el infierno. Me arrepiento de mis actos: el engaño de la bestia es hacer creer que el hombre no es nada más que la miseria de sus limitaciones.

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