Homenaje a Alfredo Bryce Echenique
Alfredo Bryce Echenique
El hombre, el cinema y el tranvía
El jirón Carabaya atraviesa el centro de Lima, desde Desamparados hasta el Paseo de
Un hombre salió de un edificio en el jirón Pachitea, y caminó hasta llegar a la esquina. Dobló hacia la derecha, con sección al Paseo de
Voló tres metros, y allí lo cogió nuevamente el tranvía. Lo arrastraba. Se le veía aparecer y desaparecer. Aparecía y desaparecía entre las ruedas de hierro, y los frenos chirriaban. Un alarido de espanto. El hombre continuaba apareciendo y desapareciendo. Cada vez era menos un hombre. Un pedazo de saco. Ahora una pierna. El zapato. Uno de los rieles se cubría de sangre. El tranvía logró detenerse, y el conductor saltó a la vereda. Los pasajeros descendían apresuradamente, y la gente que empezaba a aglomerarse retrocedía según iba creciendo el charco de sangre. Ventanas y balcones se abrían en los edificios.
—No pude hacer nada por evitarlo —dijo el conductor, de pie frente al descuartizado.
—¡Dios mío! —exclamó una vieja gorda, que llevaba una bolsa llena de verduras—. En los años que llevo viajando en esta línea...
—Hay que llamar a un policía —interrumpió alguien.
La gente continuaba aglomerándose frente al descuartizado, igual a la gente que se aglomera frente a un muerto o a un herido.
—Circulen. Circulen —ordenó un policía que llegaba en ese momento.
—No pude hacer nada por evitarlo, jefe.
—¡Circulen! Que alguien traiga un periódico para cubrirlo.
—Hay que llamar a una ambulancia.
Lo habían cubierto con papel de periódico. Habían ido a llamar a una ambulancia. La gente continuaba llegando. Se habían dividido en dos grupos: los que lo habían visto descuartizado, y los que lo encontraron bajo el periódico; el diálogo se había entablado. El hombre que podía tener treinta años, y el muchacho que podía tener dieciocho caminaban hacia
—Vestía de azul marino —dijo el muchacho.
—Está muerto.
—Es extraño.
—¿Qué es extraño? —preguntó el hombre de unos treinta años.
—Vas al cine, y te diviertes viendo morir a la gente. Se matan por montones, y uno se divierte.
—El arte y la vida.
—Humm... El arte, la vida... Pero el periódico...
—Ya lo sabes —interrumpió el hombre—. Si tienes un accidente y ves que empiezan a cubrirte de periódicos... La cosa va mal...
—Tú también vas a morirte...
—Por ejemplo, si te operan y empiezas a soñar con San Pedro... Eso no es soñar, mi querido amigo.
—¿Siempre eres así? —preguntó el muchacho.
—¿Conoces los chistes crueles?
—Sí, ¿pero eso qué tiene que ver?
—¿Acaso no vas a la universidad?
—No te entiendo.
—¿Sabes lo que es la catarsis?
—Sí. Aristóteles...
—Uno no ve tragedias griegas todos los días, mi querido amigo.
—Eres increíble —dijo el muchacho.
—Hace años que camino por el centro de Lima —dijo, hombre—. Como ahora. Hace años que tenía tu edad, y hace años que me enteré de que los periódicos usados sirven para limpiarse el culo, y para eso... Hace ya algún tiempo que vengo diariamente a tomar unas cervezas aquí —dijo, mientras abría la puerta de un bar—. ¿Una cerveza?
—Bueno —asintió el muchacho—. Pero no todos los días.
—Diario. Y a la misma hora.
Se sentaron. El muchacho observaba con curiosidad cómo todos los hombres en ese bar se parecían a su amigo. Tenían algo en común, aunque fuera tan sólo la cerveza que bebían. El bar no estaba muy lejos de
—Se está muy bien en un bar donde el mozo te llama por tu nombre y te trae tu cerveza sin que tengas que pedirla —dijo el hombre.
—¿Es verdad que vienes todos los días? —preguntó el muchacho.
—¿Y por qué no? Te sientas. Te atienden bien. Bebes y miras pasar a la gente. ¿Ves esa mesa vacía allá, al fondo? Pues bien, dentro de unos minutos llegará un viejo, se sentará, y le traerán su aperitivo.
—¿Y si hoy prefiere una cerveza?
—Sería muy extraño —respondió el hombre, mientras el mozo se acercaba a la mesa.
—¿Dos cervezas, señor Alfonso?
—No sé si quiero una cerveza —intervino el muchacho, mirando a un viejo que entraba, y se dirigía a la mesa vacía del fondo.
—Tengo que prepararle su aperitivo al viejito —dijo, el mozo.
—Decídete, Manolo —dijo el hombre, y agregó mirando al mozo—: Se llama Manolo...
—Un trago corto y fuerte —ordenó el muchacho—. Un pisco puro.
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