Homenaje a Julio Ramón Ribeyro

El profesor suplente

Hacia el atardecer, cuando Matías y su mujer sorbían un triste té

y se quejaban de la miseria de la clase media, de la necesidad de

tener que andar siempre con la camisa limpia, del precio de los

transportes, de los aumentos de la ley, en fin, de lo que hablan a

la hora del crepúsculo los matrimonios pobres, se escucharon en la

puerta unos golpes estrepitosos y cuando la abrieron irrumpió el

doctor Valencia, bastón en mano, sofocado por el cuello duro.

— ¡Mi querido Matías! ¡Vengo a darte una gran noticia! De ahora en

adelante serás profesor. No me digas que no... ¡espera! Como tengo

que ausentarme unos meses del país, he decidido dejarte mis clases

de historia en el colegio. No se trata de un gran puesto y los

emolumentos no son grandiosos pero es una magnífica ocasión para

iniciarte en la enseñanza. Con el tiempo podrás conseguir otras

horas de clase, se te abrirán las puertas de otros colegios, quién

sabe si podrás llegar a la Universidad... eso depende de ti. Yo

siempre te he tenido una gran confianza. Es injusto que un hombre

de tu calidad, un hombre ilustrado, que ha cursado estudios

superiores, tenga que ganarse la vida como cobrador... No señor,

eso no está bien, soy el primero en reconocerlo. Tu puesto está en

el magisterio... No lo pienses dos veces. En el acto llamo al

director para decirle que ya he encontrado un reemplazo. No hay

tiempo que perder, un taxi me espera en la puerta... ¡Y abrázame,

Matías, dime que soy tu amigo!

Antes de que Matías tuviera tiempo de emitir su opinión, el doctor

Valencia, había llamado al colegio, había hablado con el director,

había abrazado por cuarta vez a su amigo y había partido como un

celaje, sin quitarse siquiera el sombrero.

Durante unos minutos, Matías quedó pensativo, acariciando esa

bella calva que hacía las delicias de los niños y el terror de las

amas de casa. Con un gesto enérgico, impidió que su mujer

intercala un comentario y, silenciosamente, se acercó al aparador,

se sirvió del oporto reservado a las visitas y lo paladeó sin

prisa, luego de haberlo observado contra luz de la farola.

— Todo esto no me sorprende – dijo al fin —. Un hombre de mi

calidad no podía quedar sepultado en el olvido.

Después de la cena se encerró en el comedor, se hizo llevar una

cafetera, desempolvó sus viejos textos de estudio y ordenó a su

mujer que nadie lo interrumpiera, ni siquiera Baltazar y Luciano,

sus colegas del trabajo, con quienes acostumbraba reunirse por las

noches para jugar a las cartas y hacer chistes procaces contra sus

patrones de la oficina.

A las diez de la mañana, Matías abandonaba su departamento, la

lección inaugural bien aprendida, rechazando con un poco de

impaciencia la solicitud de su mujer, quien lo seguía por el

corredor de la quinta, quitándole las últimas pelusillas de su

terno de ceremonia.

— No te olvides de poner la tarjeta en la puerta – recomendó

Matías antes de partir —. Que se lea bien: Matías Palomino,

profesor de historia.

En el camino se entretuvo repasando mentalmente los párrafos de su

lección. Durante la noche anterior no había podido evitar un

temblorcito de gozo cuando, para designar a Luis XVI, había

descubierto el epíteto de Hidra. El epíteto pertenecía al siglo

XIX y había caído un poco en desuso pero Matías, por su porte y

sus lecturas, seguía perteneciendo al siglo XIX y su inteligencia,

por donde se la mirara, era una inteligencia en desuso. Desde

hacía doce años, cuando por dos veces consecutivas fue aplazado en

el examen de bachillerato, no había vuelto a hojear un solo libro

de estudios ni a someterse una sola cogitación al apetito un poco

lánguido de su espíritu. Él siempre achacó sus fracasos académicos

a la malevolencia del jurado y a esa especie de amnesia repentina

que lo asaltaba sin remisión cada vez que tenía que poner en

evidencia sus conocimientos. Pero si no había podido optar al

título de abogado, había elegido la prosa y el corbatín del

notario: si no por ciencia, al menos por apariencia, quedaba

siempre dentro de los límites de la profesión.

Cuando llegó ante la fachada del colegio, se sobreparó en seco y

quedó un poco perplejo. El gran reloj del frontis le indicó que

llevaba un adelanto de diez minutos. Ser demasiado puntual le

pareció poco elegante y resolvió que bien valía la pena caminar

hasta la esquina. Al cruzar delante de la verja escolar, divisó un

portero de semblante hosco, que vigilaba la calzada, las manos

cruzadas a la espalda.

En la esquina del parque se detuvo, sacó un pañuelo y se enjugó la

frente. Hacía un poco de calor. Un pino y una palmera,

confundiendo sus sombras, le recordaron un verso, cuyo autor trató

en vano de identificar. Se disponía a regresar – el reloj del

Municipio acababa de dar las once – cuando detrás de la vidriera

de una tienda de discos distinguió a un hombre pálido que lo

espiaba. Con sorpresa constató que ese hombre no era otra cosa que

su propio reflejo. Obsevándose con disimulo, hizo un guiño, como

para disipar esa expresión un poco lóbrega que la mala noche de

estudio y de café había grabado en sus facciones. Pero la

expresión, lejos de desaparecer, desplegó nuevos signos y Matías

comprobó que su calva convalecía tristemente entre los mechones de

las sienes y que su bigote caía sobre sus labios con un gesto de

absoluto vencimiento.

Un poco mortificado por la observación, se retiró con ímpetu de la

vidriera. Una sofocación de mañana estival hizo que aflojara su

corbatín de raso. Pero cuando llegó ante la fachada del colegio,

sin que en apariencia nada lo provocara, una duda tremenda le

asaltó: en ese momento no podía precisar si la Hidra era un animal

marino, un monstruo mitológico o una invención de ese doctor

Valencia, quien empleaba figuras semejantes, para demoler sus

enemigos del Parlamento. Confundido, abrió su maletín para revisar

sus apuntes, cuando se percató que el portero no le quitaba el ojo

de encima. Esta mirada, viniendo de un hombre uniformado, despertó

en su conciencia de pequeño contribuyente tenebrosas asociaciones

y, sin poder evitarlo, prosiguió su marcha hasta la esquina

opuesta.

Allí se detuvo resollando. Ya el problema de Hidra no le

interesaba: esta duda había arrastrado otras muchísimo más

urgentes. Ahora en su cabeza todo se confundía. Hacía de Colbert

un ministro inglés, la joroba de Marat la colocaba sobre los

hombros de Robespierre y por un artificio de su imaginación, los

finos alejandrinos de Chenier iban a parar a los labios del

verdugo Sansón. Aterrado por tal deslizamiento de ideas, giró los

ojos locamente en busca de una pulpería. Una sed impostergable lo

abrasaba.

Durante un cuarto de hora recorrió inútilmente las calles

adyacentes. En ese barrio residencial sólo se encontraban salones

de peinado. Luego de infinitas vueltas se dio de bruces con la

tienda de discos y su imagen volvió a surgir del fondo de la

vidriera. Esta vez Matías lo examinó: alrededor de los ojos habían

aparecido dos anillos negros que describían sutilmente un círculo

que no podía ser otro que el círculo del terror.

Desconcertado, se volvió y quedó contemplando el panorama del

parque. El corazón le cabeceaba como un pájaro enjaulado. A pesar

de que las agujas del reloj continuaban girando, Matías se mantuvo

rígido, testarudamente ocupado en cosas insignificantes, como en

contar las ramas de un árbol, y luego en descifrar las letras de

un aviso comercial perdido en el follaje.

Un campanazo parroquial lo hizo volver en sí. Matías se dio cuenta

de que aún estaba en la hora. Echando mano a todas sus virtudes,

incluso a aquellas virtudes equívocas como la terquedad, logró

componer algo que podría ser una convicción y, ofuscado por tanto

tiempo perdido, se lanzó al colegio. Con el movimiento aumentó el

coraje. Al divisar la verja asumió el aire profundo y atareado de

un hombre de negocios. Se disponía a cruzarla cuando, al levantar

la vista, distinguió al lado del portero a un cónclave de hombres

canosos y ensotanados que lo espiaban, inquietos. Esta inesperada

composición – que le recordó a los jurados de su infancia – fue

suficiente para desatar una profusión de reflejos de defensa y,

virando con rapidez, se escapó hacia la avenida.

A los veinte pasos se dio cuenta de que alguien lo seguía. Una voz

sonaba a sus espaldas. Era el portero.

— Por favor – decía — ¿No es usted el señor Palomino, el nuevo

profesor de historia? Los hermanos lo están esperando. Matías se

volvió, rojo de ira.

— ¡Yo soy cobrador! – Contestó brutalmente, como si hubiera sido

víctima de alguna vergonzosa confusión.

El portero le pidió excusas y se retiró. Matías prosiguió su

camino, llegó a la avenida, torció al parque, anduvo sin rumbo

entre la gente que iba de compras, se resbaló en un sardinel,

estuvo a punto de derribar a un ciego y cayó finalmente en una

banca, abochornado, entorpecido, como si tuviera un queso por

cerebro.

Cuando los niños que salían del colegio comenzaron a retozar a su

alrededor, despertó de su letargo. Confundido aún, bajo la

impresión de haber sido objeto de una humillante estafa, se

incorporó y tomó el camino de su casa. Inconscientemente eligió

una ruta llena de meandros. Se distraía. La realidad se le

escapaba por todas las fisuras de su imaginación. Pensaba que

algún día sería millonario por un golpe de azar. Solamente cuando

llegó a la quinta y vio a que su mujer lo esperaba en la puerta

del departamento, con el delantal amarrado a su cintura, tomó

conciencia de su enorme frustración. No obstante se repuso, tentó

una sonrisa y se aprestó a recibir a su mujer, que ya corría por

el pasillo con los brazos abiertos.

— ¿Qué tal te ha ido? ¿Dictaste tu clase? ¿Qué han dicho los

alumnos?

— ¡Magnífico!... ¡Todo ha sido magnífico! – Balbuceó Matías —. ¡Me

aplaudieron! – pero al sentir los brazos de su mujer que lo

enlazaban del cuello y al ver en sus ojos, por primera vez, una

llama de invencible orgullo, inclinó con violencia la cabeza y se

echó desconsoladamente a llorar.

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