Homenaje a Fumiko Hayashi

Los barrios bajos
FUMIKO HAYASHI

Como el viento era frío, Ryo caminaba eligiendo el lado donde pegaba el sol. Caminaba con la mirada
puesta en las casas pequeñas, de ser posible. Debido a que era alrededor de mediodía buscaba una casa
en la que se le invitara a tomar una taza de té. A lo largo de un alero, al doblar una pared de madera que
parecía pertenecer a una obra en construcción, espió al fondo de una pila de hierros herrumbrados y allí
había un cobertizo con puerta de vidrio que permitía ver el chisporroteo de un fuego. Un hombre, que
venía a sus espaldas en bicicleta, puso un pie en tierra y preguntó: —¿Dónde está la oficina de la
delegación de Katsushika?-. Ryo no lo sabía y dijo: -Yo también estoy de paso... -ante lo que el hombre
de la bicicleta se dirigió hacia el cobertizo y preguntó otra vez la misma cosa alzando la voz. Abriendo la
puerta de vidrio, se asomó otro hombre que parecía un obrero con una toalla alrededor de la frente: —
Saliendo a la calle de Yotsugi, si va por la nueva avenida hacia la estación, la encontrará -contestó.
El hombre de la toalla parecía de buen carácter, por lo que Ryo, dejando pasar la bicicleta, se acercó
tímidamente y preguntó, en voz baja: —¿No necesita té de Shizuoka?-. En la oscura habitación de piso de
tierra había un brasero quemando leña y encima una parrilla de hierro con una gran olla.
-¿Té?
-Sí, es té de Shizuoka -sonriendo, Ryo puso rápidamente en el suelo su morral.
Sin decir palabra, el hombre de la toalla se dirigió hacia una banqueta que había en la habitación.
Ryo quería que aunque fuese sólo un momento la dejara acercarse al fuego que ardía vivamente y dijo
tímidamente:
-He caminado largo tiempo y hace mucho frío. ¿No dejaría que me quedara un poco?
-¡Por supuesto! Cierre allí y acérquese al fuego. –El hombre tenía la pequeña banqueta entre las piernas
pero la retiró y se acercó a ella, sentándose sobre un cajón tambaleante.
Ryo colocó el morral en una esquina del cobertizo, y respetuosamente se sentó en cuclillas, calentándose
las manos junto al fuego.
-Siéntese en la banqueta -dijo el hombre haciendo una seña con la barbilla y mirando a Ryo, que estaba
del otro lado de las llamas con la cara sonrosada.
Ryo parecía no cuidar de sus ropas, pero sorprendentemente era atractiva y de facciones muy blancas.
-¿Es eso lo que usted hace? ¿Vender té de puerta en puerta? -preguntó el hombre.
El agua hirviendo de la olla silbó amistosamente. El techo estaba negro de humo y sobresalía visiblemente
un gran altar de familia con una rama verde de sasaki (árbol sagrado del shintoísmo con el que se
adornan templos y otros lugares de culto) como ofrenda. Debajo de la ventana colgaba un pizarrón y
contra la pared se arrimaba un par de botas altas de goma llenas de agujeros.
-Me dijeron que éste era un buen vecindario y vine desde la mañana temprano. He vendido solamente un
paquete y pensé regresar, pero quería comer mi almuerzo en algún lugar y caminaba buscándolo.
-Aquí puede comerlo, si quiere... El negocio es una cosa de suerte. Si en otra ocasión va a un lugar más
habitado, posiblemente, sin esperarlo, logre muchas ventas. —El hombre sacó un envoltorio de papel de
periódicos amarillentos que estaba en un estante que parecía ser un librero retorcido y, desenvolviéndolo,
extrajo una rebanada de salmón. Quitó la olla de la parrilla y en su lugar colocó el filete, que comenzó a
despedir un apetitoso olor.
-Bueno, ¿qué le parece si se sienta en el banco y disfruta de su almuerzo?
Ryo se levantó, extrajo de su morral el bento (pequeña caja, tradicionalmente de laca, en la que se lleva
comida) envuelto en un furoshiki (especie de pañuelo de diferentes colores que los japoneses utilizan
para envolver pequeños bultos)y se volvió a sentar.
-Vender algo no es divertido, ¿verdad? ¿A cuánto vende los cien monmé (medida de peso que ya casi no
se usa (1 monme = 0,132 onzas)) -el hombre dio vuelta al pescado con la mano.
-A 120 o 130 yens, pero hay mucho desperdicio y si lo vendo caro nadie me lo compra.
-Así es. En las casas donde hay viejos quizá lo compren, pero es difícil donde hay gente joven.
-Ryo abrió su paquete con comida. Sobre un cocido negro de arroz con cebada había dos sardinas asadas
y algunos encurtidos en pasta de soja.
-¿Dónde vive? -preguntó el hombre.
-En Inarichó, Shitaya. Acabo de llegar a Tokio y todavía no distingo el Este del Oeste.
-¿Está alquilando un cuarto?
-No, vivo en casa de unos amigos.
De una sucia bolsa de lana el hombre sacó una caja de aluminio y levantó la tapa. Estaba llena de arroz
con papas aplastadas hechas casi puré. Colocó con la mano el salmón asado sobre la tapa de la caja y
volvió a poner la olla en el brasero, arrojando unas pequeñas astillas para avivar el fuego.
Ryo depositó los restos de su comida en la banqueta, sacó del morral una bolsita de té que vendía y
preguntó mientras vertía un poco sobre un pañuelo de papel: -¿No importa si lo echo en la olla? -El
hombre negó con un ademán, entre agradecido y avergonzado, y dijo riendo: —No está bien, es muy
caro -los dientes, grandes y blancos, le daban una apariencia juvenil.
-Ryo levantó la tapa de la olla y tiró el té en el agua caliente, que poco después temblaba al hervir.
El hombre tomó una taza y una sucia copa del estante y las colocó sobre un cajón nuevo que estaba
contra la pared.
-¿Y su esposo qué hace? -preguntó el hombre, mientras partía el salmón con los dedos y ponía una mitad
sobre el arroz de Ryo.
Perpleja, recibió el pescado con muestras de agradecimiento.
-MÍ marido está en Sibería, y como todavía no regresa tengo que trabajar así para poder comer.
El hombre levantó la cara con una expresión de sorpresa.
-¿Eh? ¿En qué parte de Siberia?
Estaban en Baikal, y desde las últimas noticias recibidas habían pasado el otoño y el invierno. Ya eran una
costumbre para Ryo la depresión y la tristeza que sentía cada vez que abría los ojos en la mañana. La
distancia era demasiado grande y no le quedaban otros sentimientos por su esposo, pero aun la falta de
sentimientos se había convertido en una costumbre.
Estaba de moda una canción que hablaba de "la colina extranjera", y cuando Ryükichi se la cantaba la
envolvía la desolación.
Pensaba que a ella sola, de entre todos los que la rodeaban, le quedaban los recuerdos de la guerra. Pero
eran memorias que morían en la distancia y que le venían envueltas en niebla, teñidas por el nuevo
sentimiento de la paz. "No existe eso llamado Dios" se había convertido en su frase favorita. Esperando
con ansias durante el verano, al desaparecer poco a poco el calor, la llegada del invierno le dejaba una
soledad culpable. La paciencia del ser humano tiene un límite y Ryo se enojaba. El rostro de Ryüji, su
esposo, que había pasado ya seis veces el invierno en Siberia, se había ido adelgazando en el recuerdo
hasta convertirse en el de un fantasma.
Eran seis años. Desde que Ryüji había partido al frente de batalla ni una sola vez se le había presentado
un pensamiento que la hiciera feliz. Los meses pasaban veloces a un costado de su vida sin despertar su
interés. Ahora nadie hablaba de la guerra. Ocasionalmente, al contarle a alguien que su esposo estaba en
Siberia, únicamente recibía la simpatía despreocupada del que sale en una misión y ya no regresa. Ryo no
sabe qué tipo de lugar es Siberia, sólo puede imaginarlo como un vasto desierto de nieve.
-Dicen que está cerca de Baikal, pero todavía no puede regresar.
-Yo también fui repatriado desde Siberia. Me hicieron cortar leña durante dos años cerca del río Amur.
Todo es cuestión de suene. Para su esposo debe ser terrible, pero también para usted, que lo está
esperando. El hombre se quitó la toalla de la cabeza y con ella secó la taza y la copa. Después sirvió el té
hirviendo.
-¿Es cierto? ¿Usted también fue desmovilizado? Sin embargo, es fuerte y pudo volver.
-Con dificultad escapé de la muerte. Volver a Japón no fue gran cosa. -Mientras terminaba el almuerzo,
Ryo contempló atentamente la cara del hombre. Tal como podía esperarse, era una persona sin
educación, pero ella se sentía a gusto con él y podía hablar a sus anchas.
-¿Tiene hijos? -preguntó él.
-Sí, un varón de casi ocho años, pero tengo problemas con la escuela. Como estoy atrasada con mi
cambio de domicilio no puede comenzar sus estudios y, atareada como ando con la venta de té, debo ir
todos los días a la oficina de la delegación. Siempre termino muerta de cansancio.
El hombre tomó la copa y comenzó a tomar el té caliente entre resoplidos.
-¡Es un té delicioso!
-¿Sí? y no es el de mejor calidad; su precio de costo es de unos 800 yens por libra. Sin embargo, a los
clientes les gusta. -También Ryo, tomando la taza con las dos manos, se puso a beber el té, soplando
para enfriarlo.
En algún momento había cambiado la dirección del viento y ahora soplaba con fuerza desde el Oeste,
silbando contra el techo de zinc. Ryo no sentía deseos de salir al exterior. Quería quedarse un poco más
junto al fuego.
-Me parece que le voy a comprar un poco de té –dijo el hombre mientras sacaba trescientos yens del
bolsillo de su uniforme de trabajo.
-No necesita comprar nada. Yo le regalaré una libra y media -contestó Ryo mientras se apuraba a sacar
dos bolsas y las colocaba sobre un cajón.
-¿Qué? El negocio es siempre negocio y no puedo aceptarlo. De todos modos, cuando ande por esta zona
venga a visitarme.
-Muchas gracias... ¿No sabe de alguna habitación que se rente por aquí? -Ryo paseó su mirada por el
pequeño cobertizo.
El hombre terminó su comida y dijo mientras rompía una pequeña astilla para usar como palillo de
dientes:
-Yo vivo aquí. Estoy encargado de vigilar todo ese hierro y de ayudar a cargarlo en los camiones de
transporte. La comida me la traen de la casa de una hermana que vive muy cerca.
Se levantó y abrió una puerta que estaba debajo del altar familiar. Ryo vio una pequeñísima habitación
que parecía un closet con una cama. Contra la pared de madera había una tarjeta en colores de la actriz
Isuzu Yamada.
-¡Tiene todo muy bien arreglado! Debe sentirse muy cómodo -Ryo se preguntó qué edad tendría.
Desde ese día se hizo costumbre para Ryo ir a vender a Yotsugi y pasar por el depósito de material de
hierro. Supo también que el hombre se llamaba Yoshio Tsuruishi.
Tsuruishi se alegraba mucho con sus visitas y la esperaba casi siempre con alguna golosina. Al mismo
tiempo, sus ventas de té comenzaron a prosperar y consiguió clientes en el vecindario, lo que convirtió
sus caminatas en un placer.
Cinco días después Ryo trajo consigo a Ryükichi, su hijo. Tsuruishi se puso muy contento al verlo y se lo
llevó de paseo. Al rato volvieron con dos grandes pasteles de caramelo todavía calientes.
-Este muchacho es un glotón —dijo Tsuruishi palmeando la cabeza del niño y sentándolo en la banqueta.
Ryo se preguntó si su nuevo amigo estaba casado. No es que importara, pero el pensamiento le vino a la
cabeza al ver el cariño que demostraba por su hijo. Hasta ese día, tenía ya treinta años, no había pensado
en ningún hombre que no fuese su esposo, pero el temperamento despreocupado de Tsuruishi comenzó
a operar un gradual y extraño cambio en sus sentimientos. Se le hizo importante su propia apariencia y
salía a vender té con un nuevo,entusiasmo. Sus parientes también le mandaban desde Shizuoka ralladura
de pescados como sardina y caballa, que a veces tenían más éxito aún que el té.
Unos ocho días más tarde Ryo se encaminó nuevamente a encontrarse con Tsuruishi, quien la había
invitado a visitar Asakusa (barrio habitado fundamentalmente por la clase obrera, geishas, etc., que se ha
convertido en un distrito de restaurantes y centros de diversión. Es famoso por un antiguo templo budista
dedicado a Kannon, la Diosa de Misericordia) en uno de sus días libres. Todavía era demasiado temprano
para ver los cerezos en flor, pero si tenían tiempo irían a caminar por el parque de Ueno.
El día acordado, siguiendo las indicaciones que le había hecho Tsuruishi, Ryo estaba esperando junto con
su hijo frente a la oficina de informes turísticos de la estación. El cielo estaba plomizo, aunque a veces se
despejaba, y si no llovía todo saldría bien. Después de esperar unos diez minutos apareció Tsuruishi con
un envejecido traje gris que le quedaba demasiado chico.
Ryo, apenas maquillada, llevaba un vestido azul de tela de kimono y un saco acolchado color té pálido. Se
veía mucho más joven que de costumbre y quizá debido a sus ropas de estilo occidental, parecía una
colegiala junto a Tsuruishí, alto y de anchos hombros.
-Ojalá no llueva -dijo él alzando con toda facilidad a Ryükichi y caminando entre la muchedumbre. Ryo
llevaba bajo el brazo una gran bolsa con pan, bocadillos de arroz envuelto en algas y mandarinas. Fueron
hasta Asakusa en metro y desde la tienda Matsuya caminaron hacia el Portal Niten, pasando juntó a una
galería de pequeños negocios.
El distrito de Asakusa era muy distinto de lo que Ryo había supuesto y se desilusionó al pensar que ese
pequeño templo de laca roja era la sede de la famosa Diosa de la Misericordia. Tsuruishi le explicó que
antes había sido un enorme y altísimo templo, pero a ella le resultaba muy difícil imaginárselo. Ahora
había solamente una multitud que se movía como las olas del mar y que se apretujaba rodeando el
santuario. En la distancia se podía oír el invitador sonido melancólico de trompetas y saxofones. Un viento
salvaje murmuraba y jadeaba al chocar contra las ramas, llenas de brotes, de los árboles ennegrecidos
por el fuego de la guerra.
Pasando bajo el arco del mercado de ropa vieja, llegaron junto a las barracas de venta de comida que se
atestaban alrededor del pequeño lago artificial. El ambiente estaba saturado con el olor a aceite hirviendo
y el vapor que despedían las grandes ollas de oden (comida típica japonesa que se prepara con muchos
ingredientes a modo de guiso) Ryükichi caminaba chupando un palillo de algodón de azúcar amarillo que
le había comprado Tsuruishi a un vendedor ambulante.
Se podía decir que había sido un encuentro trivial, pero Ryo confiaba en Tsuruishi como si hubieran
estado juntos diez años. Se sentía llena de energía. Los tres caminaban indolentes por una callejuela
donde se alineaban cines y teatros. Los grandes edificios estaban llenos de carteles estilo americano que
parecían apurarlos rugiendo sus propagandas.
-Bueno, parece que empezó a llover, después de todo
-dijo Tsuruishi levantando una mano. Ryo levantó la cara, recibiendo el impacto de las grandes gotas y
pensando que la excursión estaba arruinada, pero los tres encontraron refugio en una pequeña casa de té
que tenía en la entrada una lámpara de vidrio con la inscripción "MerryM.
Del techo colgaban unas extrañas flores artificiales que le daban al local un ambiente frío y desolado.
Pidieron té negro y Ryo puso sobre la mesa el pan y los bocadillos de arroz con algas que traía. Tsuruishi
no fumaba y muy pronto terminaron de comer, pero ahora llovía intensamente y al mirar a su alrededor
se dieron cuenta de que el lugar estaba lleno de gente que buscaba refugio.
-¿Qué podemos hacer? Llueve mucho y no parece que vaya a parar.
-Esperemos un rato. Si amaina la lluvia los acompañaré a casa.
Ryo se preguntó si las palabras de Tsuruishi significaban que los llevaría a donde ella vivía, pero eso no
tenía sentido. Ocupaba un lugar en la casa de un conocido de su pueblo hasta que encontrara una
habitación propia. Para dormir se tendía con su hijo en el pequeñísimo vestíbulo, así que a eso no se le
podía llamar su casa. Ryo preferiría ir a donde vivía Tsuruishi, pero el cobertizo también era pequeño y no
podrían descansar con comodidad.
Inclinándose para que Tsuruishi no la viera, Ryo sacó su billetera y contó el dinero que traía. Con él
podían encontrar un lugar para refugiarse de la lluvia, algo así como un hotel.
-¿No habrá algún hotel por aquí cerca? Al oírla, Tsuruishi hizo un gesto de extrañeza. Sin avergonzarse,
Ryo le contó francamente lo que había pensado.
-Sinceramente no me gustaría regresar. Podemos ir al cine y después buscar una pequeña pensión, comer
unos fideos y descansar un rato antes de despedirnos. ¿Le parece demasiado caro?
A Tsuruishi le gustó la idea. Se quitó el saco, lo puso sobre la cabeza de Ryükichi y los guió corriendo bajo
la lluvia hasta un cine. Como era de esperarse, todas las butacas estaban ocupadas y tuvieron que ver la
película de pie, muertos de cansancio. En algún momento el niño se quedó profundamente dormido
apoyado contra Tsuruishi. Pasada una hora, salieron del cine y se pusieron a buscar un hotel bajo la
torrencial lluvia, que golpeaba contra la tierra cantando como las hojas de un platanar al ser agitadas por
el viento. Finalmente encontraron un pequeño ryokan (hotel tradicional japonés).
El dueño los llevó hasta una estrecha y desagradable habitación con los tatamis (estera de paja con la
que se cubre el piso en las casas japonesas. Dado que tiene medidas estándar sirve también para calcular
el tamaño de las habitaciones) echados a perder, al fondo de un corredor agujereado que crujía al
caminar.
Ryo se quitó los calcetines empapados. El niño se dejó caer en un rincón y volvió a quedarse dormido.
Tsuruishi le puso bajo la cabeza un sucio almohadón. Parecía no haber desagüe, porque el agua que caía
del techo hacía el ruido de un
torrente en la montaña.
Tsuruishi sacó un pañuelo amarillento y se puso a secar el cabello de Ryo. Como era un gesto inocente,
ella se entregó a la amabilidad que demostraba. Arrullada por el ruido de la lluvia, un insignificante
sentimiento de felicidad se metió en su pecho. Se preguntó por qué... La soledad de una mujer encerrada
en sí misma durante largo tiempo se ponía a cantar como si fuera una flauta.
-¿Se podrá comer en este lugar? —preguntó Tsuruishi.
-Iré a ver qué consigo —Ryo salió al corredor y le preguntó a una camarera vestida con ropas
occidentales que traía el té. Había sopa de fideos chinos y ordenó dos platos.
Mientras tomaban té, se sentaron sin hablar durante un rato rodeando un brasero apagado. Tsuruishi
estiró las piernas y se acostó junto al niño. Ryo se quedó mirando por la ventana el cielo nublado que se
oscurecía lentamente.
—¿Cuántos años tienes? -preguntó repentinamente Tsuruishi. Ryo lo miró a la cara y se echó a reír.
—Nunca he sabido calcular la edad de las mujeres. ¿Veintiséis o veintisiete?
—Ya estoy vieja. Tengo treinta.
—¿Eh? Tienes un año más que yo.
—¡No puedo creerlo! ¡Eres muy joven! Yo creí que también tenías treinta -dijo Ryo mirándole la cara con
gesto de extrañeza.
Tsuruishi se contemplaba las piernas, que estaban sucias. Tenía cejas espesas y ojos de buena persona.
Había enrojecido; después se quitó los calcetines. Ya era entrada la noche y la lluvia no cesaba. Se hizo
tarde y las sopas llegaron heladas. Ryo sacudió a Ryükichi y le hizo comer una. Al niño se le cerraban los
ojos.
Decidieron quedarse a pasar la noche y Tsuruishi fue a la oficina del hotel, pagó la cuenta y regresó con
ropa de cama, que extrañamente estaba cuidadosamente doblada. Ryo extendió los colchones, con los
que la habitación pareció encogerse. Le quitó la chaqueta a Ryükichi, lo llevó al baño y lo acostó.
-Deben de pensar que somos un matrimonio –dijo Tsuruishi.
-Supongo que sí. No me parece bien engañarlos -quizá porque estaba viendo el colchón, Ryo sintió una
conmoción en el pecho y le pareció estar ofendiendo la memoria de su esposo. Quería pensar que, debido
a la lluvia, no había más remedio que pasar la noche allí, pero en el fondo de su corazón ese
razonamiento no la convencía.
A medianoche, había caído en una agradable somnolencia cuando la despertó la voz de Tsuruishi: -¡Ryo!
¡Ryo!
Sorprendida, levantó la cabeza de la almohada y él, casi susurrando, le preguntó si podía ir junto a ella. El
chaparrón había amainado y el agua que caía del alero se oía tenuemente.
-No, no creo que debas venir
-¿Lo dices en serio?
-Sí, no está bien.
Tsuruishi lanzó un profundo suspiro.
-No te lo había preguntado, pero, ¿estás casado?
-Lo estuve.
-¿Qué pasó con ella?
-Cuando volví de la guerra estaba viviendo con otro hombre.
-Te habrás enojado mucho...
-Bueno, sí. En realidad me enojé. Pero no había nada que pudiera hacer. Me abandonó y eso fue todo.
-Sí, pero de todos modos pudiste superarlo. Tsuruishi se quedó callado nuevamente.
-Hablemos de algo -dio Ryo.
-No tenemos muchos temas de conversación... Este...La sopa estaba muy mala ¿verdad?
-Sí, es cierto. Cien yens por plato es caro. Tsuruishi cambió de tema:
-¡Qué bueno sería que consiguieras tu propio cuarto para vivir!
-Sí, ¿no habrá alguno que se rente cerca de tu casa? Me gustaría mudarme para estar cerca de tí.
-Pues, no sé de ninguno, pero apenas haya algo te avisaré... Eres una persona maravillosa, Ryo.
-¿Eh? ¿Por qué lo dices?
-Realmente eres maravillosa. Se dice que las mujeres no tienen moral, pero... -Ryo permaneció en
silencio. Repentinamente tenía deseos de abrazarlo. Suspiró penosa y entrecortadamente para que él no
se diera cuenta. Sentía las axilas hirviendo. Un camión madrugador pasó por la calle haciendo temblar
todo el edificio.
-¡Esos que hacen la guerra convierten al hombre en un insecto! Han estado haciendo cosas de locos con
la mayor seriedad. Yo mismo terminé como soldado de segunda, pero bien que me vapulearon. ¡Sería
terrible que se repitiera!
-Tsuruishi, ¿dónde viven tus padres? -preguntó Ryo.
-En el campo...
-SÍ, pero ¿dónde?
-En Shizuoka.
-¿Y qué hace tu hermana?
-Lo mismo que tú. Está sola y tiene que criar a dos niños. Trabaja con una máquina de coser, haciendo
ropa. Su esposo murió al comienzo de la guerra, en China. -Tsuruishi parecía haberse tranquilizado pues
su voz estaba en calma.
Ryo, al ver las primeras luces del amanecer, lamentó que la noche terminara. En el fondo deploraba
también que Tsuruishi se hubiera conformado tan fácilmente, aunque debía aceptar que era lo mejor para
los dos. Si hubiese sido un hombre que no le importara, posiblemente no le habría costado entregarse.
Tsuruishi ya no le preguntó nada acerca de su esposo.
-Ryo, no puedo dormir. Creo que lo que pasa es que no estoy acostumbrado.
-¿Acostumbrado a qué?
-A dormir con una mujer en la misma habitación.
-Oh, no me digas que no te acuestas con mujeres de vez en cuando.
-Bueno, soy hombre. Pero lo hago sólo con profesionales.
-¡Qué privilegiados son los hombres! -Ryo lo dijo sin pensar, y antes de que pudiera darse cuenta,
Tsuruishi se había levantado súbitamente y estaba a su lado, inclinando su pesada figura sobre ella.
El hombre estaba sobre las cobijas y su peso aplastaba a Ryo, entregada indefensa a su pasión. En
silencio, con los ojos clavados en la penumbra, soportaba el dolor que le causaba la negra cabeza de
Tsuruishi apoyada sobre su mejilla; detrás de sus párpados nacía un arco iris de luces multicolores. Los
labios calientes del hombre se pegaban, deformes, cerca de su nariz.
-Ryo... Ryo...
Ella estiró las piernas. Los oídos le zumbaban.
-Está mal, tú lo sabes. Cuando pienso en mi esposo... -murmuró. Sin embargo, casi inmediatamente se
arrepintió de haberlo dicho. Tsuruishi permaneció en la misma extraña posición, encima de las cobijas, sin
hablar. Con la cabeza inclinada, como postrado en oración ante un dios. Ryo dudó durante un momento y
después abrazó con todas sus fuerzas el cuello tibio del hombre.
Dos días después, llevando a su hijo, Ryo partió alegremente hacia la casa de Tsuruishi, que siempre los
esperaba parado frente a la puerta de vidrio de su cobertizo con la toalla alrededor de su cabeza. Pero
hoy no se veía por ninguna parte.
Ryo sintió una extraña sensación y mandó a Ryükichi corriendo adelante.
-¡Hay unas personas que no conozco! —volvió diciendo el niño.
Asustada, Ryo se acercó al cobertizo y vio a dos hombres jóvenes arreglando la cama de Tsuruishi.
-¿Qué desea, señora? -preguntó volviéndose un hombre de ojos pequeños.
-¿No está Tsuruishi?
-Tsuruishi murió anoche.
-¿Qué? -Ryo no pudo pronunciar otra palabra. Había notado una llama ardiendo en el ennegrecido altar
familiar pero no se había dado cuenta de su terrible significado. Tsuruishi había ido en un camión cargado
con material de hierro hasta Omiya y al regreso habían caído desde un puente al río, muriendo él y el
conductor. Hoy irían su hermana y alguien de la Compañía a Omiya para la cremación del cadáver.
Ryo seguía sin habla. Veía como en sueños a los dos hombres que continuaban arreglando las cosas de
Tsuruishi. Sobre el estante estaban las dos bolsas de té que él le había comprado el primer día. Una de
ellas estaba doblada por la mitad.
-Señora, ¿era usted amiga de Tsuruishi?
-Sí, lo conocía un poco.
-Era una buena persona. No tenía ninguna necesidad de ir hasta Omiya. Fue solamente para ayudar al
conductor a descargar el camión y salieron después de mediodía. ¡Haberse salvado de Siberia y venir a
morir de esta manera! ¡Eso sí es
mala suerte! -el más gordo de los dos hombres despegó la foto de Isuzu Yamada y le quitó, soplando, el
polvo, acumulado.
Ryo seguía inmovilizada. El brasero, la olla y las botas de goma seguían igual; nada había cambiado en la
habitación. Al mirar hacia el pizarrón notó que había un mensaje escrito con letra desmañada en tiza roja:
"Ryo, te esperé hasta las dos de la tarde".
Tomó la mano de su hijo, se puso la pesada mochila a la espalda y al doblar la cerca de madera,
repentinamente, comenzaron a brotar lágrimas ardientes.
-Mamá, ¿se murió ese señor?
-Dicen que se cayó al río -Ryo lloraba al caminar. Lloraba tanto que le dolían los ojos.
Eran las dos de la tarde cuando Ryo y Ryükichi salieron en dirección a Asakusa. Caminaron hasta un
puente arqueado y desde allí, a lo largo del río, hacia Shirahigé, Ryo miraba el agua azul y negra y se
preguntó si no sería el río Sumida.
Esa mañana de Asakusa, Tsuruishi le había dicho que no se preocupara si quedaba embarazada, que él se
encargaría de todo, que todos los meses le pasaría dos mil yens. Mientras chupaba un lápiz, escribió en
una pequeña libreta la dirección de Ryo. Antes de despedirse, le compró a Ryükichi en una tienda
especializada en artículos occidentales una gorra de béisbol con su nombre escrito en ella. Después, los
tres caminaron sin rumbo fijo, sorteando los charcos dejados por la lluvia junto a la vía del tren.
Finalmente, buscaron una lechería y Tsuruishi ordenó para cada uno un gran vaso de leche.
Lo recordaba todo caminando contra el viento a la orilla del río. Cerca de Shirahigé había una pequeña
bandada de aves acuáticas y sobre la corriente negra y azul iban y venían las barcazas de carga. Ryo
recordaba con mayor claridad la cara oscura de Tsuruishi que la de su propio esposo en Siberia.
-Mamá, cómprame un libro de cuentos -pidió Ryükichi.
-Más tarde -contestó ella-, más tarde.
-Pero mamá, recién pasamos por un lugar donde había muchos cuentos, ¿no viste?
Volvió sobre sus pasos; le daba lo mismo ir a uno u otro lado. Nunca había pensado que se encontraría
más de una vez con Tsuruishi.
-Mamá, tengo hambre -Ryükichi, exasperado y con su bonita gorra blanca de béisbol con letras rojas le
estaba haciendo un escándalo. Pasaban frente a un grupo de casas que parecían baratas, frente al río, y
Ryo sintió envidia de los dueños. En un segundo piso había un colchón puesto a secar al sol y, al verlo,
abrió la puerta de la casa.
-¡Té de Shizuoka! ¡Té de la mejor calidad! -gritó con su voz más atractiva.
No hubo respuesta y llamó nuevamente. Desde lo alto de una escalera que había al frente de la casa se
oyó la voz cortante de una mujer joven negándose a comprar nada.
Ryo siguió casa por casa, pacientemente, ofreciendo su té, pero nadie le pedía que dejara su cargamento
en el suelo.
Protestando, su hijo la seguía a cierta distancia. Para olvidar su amargura, y aunque nadie le compraba,
continuaba ofreciendo su mercancía, pensando que eso era preferible a pedir limosna. La pesada mochila
le había insensibilizado los hombros y se puso dos pañuelos para protegerlos.
Al día siguiente, Ryo dejó a Ryükichi en su casa y fue nuevamente a Yotsugi. Quizá debido a que no
llevaba a su hijo, podía pensar más profundamente y con mayor libertad en todo lo que había pasado. Al
doblar la cerca de madera, inesperadamente, se encontró con que en el pequeño cobertizo brillaba un
fuego. Llena de nostalgia, se acercó a la puerta de vidrio con su mochila a la espalda. Un viejo con una
chaqueta corta de trabajo estaba quemando leña en el brasero. El humo salía en grandes nubes por una
pequeña ventana.
—¿Qué desea? —el viejo se volvió hacía ella, ahogado por el humo.
—Vine a vender té.
—¿Té? Tengo mucho y de buena calidad.
Ryo apartó la mano de la puerta y se alejó del lugar sin pronunciar palabra. Había intentado entrar al
cobertizo pero ya no tenía sentido. También pensó preguntarle al viejo la dirección de la hermana de
Tsuruishi y ofrecer una vara de incienso a su memoria, pero se arrepintió. Eso tampoco tenía sentido.
Ahora todo le causaba tristeza, y por alguna extraña asociación de ideas sintió que si nacía un hijo de
Tsuruishi la vida del niño tampoco tendría sentido. Y si en algún momento volvía su esposo de Síbería ella
misma no tendría otra salida más que la muerte...
De todos modos, a su alrededor brillaba el sol y en ambas márgenes del río, donde el agua no llegaba,
crecía un pasto verde que se le metía en los ojos, haciéndolos arder. No le remordía la conciencia. Ni por
un momento había sentido que conocer aTsuruishi era algo malo. Había venido a Tokio pensando que si
la venta de té no tenía éxito volvería a su pueblo natal, pero ahora, para bien o para mal, prefería Tokio.
Aunque muriera al borde del camino, como un pordiosero, era mejor que fuera en Tokio.
Ryo se sentó sobre el pasto verde del río. Enfrente de sus ojos junto a unos fragmentos de concreto,
yacía boca arriba un pequeño gato muerto. Se levantó enseguida, se puso la mochila a la espalda y
caminó en dirección a la estación de trenes. Al entrar a una bulliciosa callejuela lateral llamó su atención
una casa miserable hecha de tablas con una puerta de vidrio.
-¡Té de Shizuoka! ¿Alguien quiere té de Shizuoka? -gritó acercándose. Abrió la puerta y vio a dos o tres
mujeres que se dedicaban a coser calcetines y camisas y que volvieron la cabeza al entrar ella.
-¿Té? ¿Cuánto cuesta? ¡Debe ser caro! Espere un momento que voy a buscar la bolsa —una de las
mujeres, de frágil apariencia, desapareció en la habitación contigua.
Son mujeres como yo, pensó Ryo, mientras observaba el afiebrado trabajo. Cada tanto sus agujas
brillaban al chocar con el sol.


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